Recuerdos de un soñador

César Pastor Diez
12/10/2021
 Actualizado a 12/10/2021
La plaza leonesa de Puerta Obispo, que se ubicaba justamente detrás de la Catedral y en la que yo viví de niño, ya no existe. Aquella plaza, pavimentada con adoquines y que presentaba un leve plano inclinado, quedó dividida por un murete longitudinal y dos grandes coníferas, de manera que ya no es plazuela ni plaza sino simplemente calle, rotulada con el nombre de San Lorenzo. Lo que era plaza de Puerta Obispo quedó relegado para el antiguo palacete señorial, de ladrillo rojo visto, con dos escudos heráldicos en el frontispicio, que pasado un tiempo fue Monte de Piedad (eufemismo con que se designaba a la Casa de Empeños) y donde se ubicaba y creo que aún se ubica la Casa de Caridad, atendida, si mal no recuerdo, por las Hermanas de San Vicente de Paúl.

Durante mucho tiempo, sobre todo en épocas de guerra, ante la Casa de Caridad leonesa se concentraban a mediodía un gran número de personas provistas de fiambreras, cazuelas y pucheros, para que las Hermanas de aquella institución les llenaran de comida caliente aquellos recipientes.

Toda aquella zona de León tuvo algo que ver con mi temprana inclinación al romanticismo. Ya expliqué en otro artículo que yo me educaba de manera autodidacta y como me sobraba tiempo me dedicaba a recorrer una y otra vez toda la geografía urbana de León. Y me conocía todos los recovecos de la Catedral porque uno de mis tíos, que era muy devoto, me llevaba allí muchas tardes para que contemplara el maravilloso espectáculo de los rayos de sol penetrando a través de las vidrieras policromadas de la Pulchra Leonina. He recordado muchas veces las voladas de los grajos cabe los cimborrios catedralicios, y la anécdota que viví en el cuartucho del fuelle que insuflaba aire a los tubos del órgano.

Por la parte trasera de los edificios de Puerta Obispo pasaba una acequia que regaba los múltiples huertos allí existentes en aquel tiempo, una zona hoy totalmente edificada. Sobre la acequia había una pasarela para peatones protegida por una doble barandilla rústica de maderos. Durante mis frecuentes devaneos mentales solía apoyarme en aquella barandilla y permanecer largos ratos contemplando el correr del agua de la acequia queriendo ver en su fondo los ojos verdes que vio Fernando de Argensola en la prohibida Fuente de los Álamos, según el relato de Gustavo Adolfo Bécquer. Y allí me ensimismaba yo mirando el fondo de la acequia hasta que acudía mi madre a buscarme y cogiéndome de un brazo me llevaba a casa con ella, mientras me repetía una y otra vez: «¡Ya no sé qué hacer contigo, tienes la cabeza pájaros!». ¡Cuánta razón tenía! Toda mi vida he sido un soñador, esperando algo que nunca ocurría, posiblemente porque ni yo mismo he sabido nunca qué era aquel algo.

Pero volvamos atrás. A mis once años fue cuando empecé a mirar a las niñas, si bien con un respeto casi religioso. Aquellas mujeres en potencia me parecían hermosos seres superiores y sagrados, como las estatuas de mármol o de alabastro de las vírgenes adoradas en las iglesias y en las ermitas. Y sin embargo fueron ellas, las niñas, de quien recibí los mayores desaires, desdenes y desprecios. Y a pesar de todo he seguido y sigo adorando a las mujeres, al ser femenino en su maravillosa naturaleza abstracta.

De vez en cuando los niños y niñas del barrio nos sentábamos en círculo para jugar a las prendas en que para recuperar una prenda perdida, era obligatorio cumplir la orden que te daba el jugador o jugadora que ostentaba el mando en aquel momento. Las prendas solían ser un lapicero, una canica, una peonza, una taba o una llave. Casi siempre los mandatos contenían alguna pizca de inocente picardía, como acariciar el pelo a una niña o darle un beso en la mano o en la mejilla, algo que siempre provocaba la risa del grupo, sobre todo cuando era la niña la que recibía el mandato de besar la mejilla de un niño. Pues bien, cuando me tocaba a mí cumplir el mandato, jamás una niña consintió en que yo le atusara el cabello y mucho menos que le besara la mano o la mejilla, lo cual provocaba el final del juego en que yo siempre resultaba desairado y humillado.

En cierta ocasión fuimos cuatro niños y cuatro niñas a Puente Castro, donde los padres de una de las niñas tenían una casa. A la ida fui en el autobús urbano con una perra gorda que me había dado mi madre. Íbamos a merendar chocolate con churros. En total éramos ocho, pero en aquella casa solo había cuatro tazas. Entonces a alguien se le ocurrió que por sorteo cada niña se emparejara con un niño para compartir una taza. Pues bien la niña que me tocó a mí en sorteo se negó rotundamente a compartir la taza conmigo. Entonces sí, entonces no pude soportar la humillación y el dolor, y sin decir nada cogí la puerta y me marché a pie para casa llorando todo el camino.

Sin embargo a pesar de aquellos continuos desaires nunca sentí ningún tipo de rencor hacia las niñas, sino que seguí y he seguido durante toda mi vida adorando a las mujeres, o mejor dicho a la mujer en abstracto. Siempre he creído y sigo creyendo que en la mujer se condensan muchas más perfecciones que en el hombre. Y cuando leo cualquier noticia en que un hombre ha violado a una mujer pienso que aquel individuo ha cometido un ataque sacrílego contra lo más hermoso de la Creación.
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