Recordando a Pablo Gago

La historiadora del arte y comisaria de exposiciones se acerca a la figura del artista leonés fallecido, uno de los grandes pintores contemporáneos y pionero de la abstracción en España

Rosa Mª Olmos Criado
20/12/2016
 Actualizado a 19/09/2019
El pintor Pablo Gago recibido por el dean Antonio Trobajo el 28 de octubre de 2015 en la Catedral. | DANIEL MARTÍN
El pintor Pablo Gago recibido por el dean Antonio Trobajo el 28 de octubre de 2015 en la Catedral. | DANIEL MARTÍN
Para los que conocimos y tratamos a Pablo Gago, su fallecimiento ha supuesto una profunda tristeza, y para el arte leonés una pérdida irreparable. Su muerte, sin embargo, ha desmentido la tan repetida idea de que en León no se le conocía, ni le reconocía como un pintor propio, pues desde el mismo día en que se difundió la noticia, tanto en la prensa, digital y escrita, como en las redes sociales, aparecieron mensajes y comentarios de sinceros sentimientos de pesar.

Ciertamente no fue aquí un pintor popular, pues desde su lejana adolescencia no había vivido en nuestra capital, con la que nunca hubo ruptura, si acaso largas ausencias derivadas de su propia dinámica vital, que le llevó a residir en diferentes lugares de España y en el extranjero. Su infancia y primera juventud dejó en él un fuerte sentimiento leonés, sobre todo capitalino, ya que solía remitirse a la influencia de la ciudad sobre su pintura, vinculando los primeros recuerdos plásticos, según su propio relato, a percepciones táctiles y sensaciones lumínicas, como el sol entrando por la ventana de su casa leonesa y desparramándose, desigual, por un viejo suelo de anchos tablones y madera bien pulida, cuyas tonalidades el niño Pablo ve transformarse bajo la luz; y, como no, idéntica potencia luminosa atravesando las vidrieras de la catedral, diluyendo las formas hasta el punto de hacer desaparecer la narración para permanecer sólo la palpitación ingrávida de los colores. Estas sensaciones constituirán el substrato, la base de una obra pictórica que nace atemática y así ha sido en su mayor parte.

En Madrid vivía una vida bohemia (era asiduo al Café Gijón), codeándose con la vanguardia pictóricaSu pintura y la ciudad que le vio nacer han tenido brillantes encuentros, distanciados en el tiempo, sí, pero de mutuo reconocimiento. El primero fue en 1946, cuando presentó obra abstracta (con mucha probabilidad la primera que se expuso en León) en exposición colectiva, en el Palacio de los Guzmanes; volvió en 1977, a la Obra Cultural de la Caja de Ahorros, con muestra ya individual, e igualmente dentro de la abstracción; regresó en 1999 y en el 2000, esta vez a la Galería Sardón de la mano de Carmen Díez, su directora. Los veranos de 2014 y 2015 la Fundación Merayo acogió obra de su última producción. Tampoco ha sido olvidado por críticos e historiadores del arte, pues entre otros, Antonio Gamoneda y Andrés Marcos Oteruelo, analizaron su obra en los años setenta (Tierras de León y Diario de León); en los ochenta Luis Alonso Fernández le dedicó un extenso capítulo en su libro ‘Pintores leoneses contemporáneos’, hoy de referencia; en los noventa Javier Hernando Carrasco se hizo eco de su ‘Bosque afable’; Ernesto Escapa, desde Valladolid, siempre ha abogado por potenciar el reconocimiento de su obra, y mi tesis doctoral, ‘Las corrientes informalistas en León’, ha tratado de contribuir a su conocimiento, estudiando su obra junto a la de otros pintores leoneses.

Pablo Gago comenzó a pintar muy joven, lo ha contado él y lo refrenda Paco Ignacio Taibo, el periodista asturiano, que le trató, primero en Asturias y luego en Méjico: "yo lo vi (dice Taibo) comenzar a pintar en una tarde gijonesa, cuando su barba estaba tan chiquita que sólo era una mancha de lodo". Gago tendría 18 ó 19 años y la pintura fue su refugio en los duros tiempos de minas y puertos, pintando sobre fondos negros potentes trazos oscuros de los que emergían pequeños fogonazos lumínicos. La luz siempre presente en su obra. Empezaba a definir un lenguaje que le acompañaría durante muchos años, una abstracción afín a la que paralelamente eclosionaba en Francia, basada en la potencia del gesto, que, rápido o contenido, recibía la pulsión íntima del artista, convirtiéndose ésta en la auténtica temática.

Formaba parte del grupo de pintores que hizo posible la dinamización del ambiente artístico españolMadrid fue su refugio en los años cincuenta. Allí vivía una vida bohemia (era asiduo al café Gijón), codeándose con la vanguardia pictórica, evocada por Gómez Moreno: "en mi primer tiempo de vida en Madrid cuando nos frecuentamos mutuamente, más en tertulias de café que en visitas de taller. Pablo era, y ya desde hacía años, uno de los iluminados de la abstracción". Formaba parte del grupo de pintores que, manteniendo una postura de compromiso creador con la modernidad (imprescindible para que el arte español saliera de su aislamiento), hizo posible la dinamización del ambiente artístico español.

Después vendrían Barcelona y el surrealismo, París y la abstracción geométrica, y por fin, Méjico. Gago, en pos de trabajos, desapareció de la escena nacional justo en el momento en que los pintores que encabezaron los movimientos de la renovación pictórica madrileña empezaban a ser reconocidos; a algunos les alcanzó la fama y el reconocimiento internacional. A él los cambios vitales le trajeron cambios plásticos, y aquella pintura de gestos y arrastres devino en campos cromáticos, sosegados y meditativos, dueños del espacio, y protagonistas indiscutibles de una producción cercana al expresionismo abstracto americano.

A su vuelta, en 1977, comprobó cómo el panorama había cambiado, y recomenzó la lucha en solitario: pintar y exponer, mientras realiza una cantidad ingente de escenografías, figurines, direcciones artísticas para televisión, cine y teatro. Paradójicamente se perfila una nueva visión del pintor, cuando el historiador y crítico Carlos Areán descubre obras realizadas antes de su partida a Méjico, que habían permanecido ignotas, y le etiqueta nuevamente como pionero, esta vez de la Nueva Figuración, junto a Antonio Saura y Fernando Sáez. En evolución constante, regresó al lenguaje gestual puesto al servicio de cuadros en los que confluye una temática de sugerencias figurativas con su personal fenomenología abstracta. Desde la última década del siglo pasado, pinta flores y paisajes boscosos, en los que el trazo enérgico, siempre latente en su obra, se convierte en troncos y ramajes, o genera una masa vegetal que, cual flujo vital, compone celadas por las que se cuela la luz. Siempre la luz.

La luz inundaba también su lugar de trabajo, su confortable estudio madrileño, entre la Arganzuela y Embajadores, donde sólo los colores de algunos cuadros rompían la monocromía nacarada de muebles y paredes. Pablo era feliz allí pintando; pintó hasta casi el último día de su vida. Salía poco, si acaso para ver alguna exposición o para ir a comer… al Gijón, naturalmente.
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