Ramón Gómez de la Serna y el Rastro de León

Por José Javier Carrasco

01/02/2022
 Actualizado a 01/02/2022
| MAURICIO PEÑA
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Se podría considerar a los Rastros como imitadores de los zocos. María Moliner define en una de las acepciones de la palabra «rastro», con minúscula, como «Lugar de las poblaciones donde en ciertos días se vendía carne al por mayor», en la siguiente entrada se dice, con mayúscula, que es el «Lugar de Madrid donde casi todas las tiendas son de compraventa de objetos usados y donde están instalados puestos callejeros dedicados a ese mismo comercio». En las tres entradas que ofrece de la palabra «zoco» la primera la define como plaza, la segunda hace alusión a un mercado (Marruecos) y la última, al lugar donde se celebra dicho mercado. Es curioso que solo aluda al Rastro de Madrid, quizá el único que existía cuando escribió su diccionario, o que, al referirse a un zoco concreto, coloque entre paréntesis el nombre de Marruecos. En este país el más nombrado es el de Marrakech situado en la plaza de Djemaa el Fna. Sin embargo, el zoco por antonomasia es el de Estambul, el Gran Bazar, con sus cincuenta y ocho calles y más de cuatro mil tiendas. Sirviéndome de una de esas odiosas comparaciones, diría que el Gran Bazar es a Estambul lo que el Barrio Húmedo es a León, al menos en lo que a atracción turística se refiere.

Ramón Gómez de la Serna, al que la desfasada enciclopedia DURVAN define como gran introductor de vanguardismos, conferenciante desde una farola, creador de la greguería, «género de su invención que se reduce a una divertida y sutil asociación de ideas», autor prolífico que cultivó la novela, la biografía, la crítica de arte y el teatro, en su libro ‘Nostalgias de Madrid’, dedica uno de los ochenta y cuatro artículos que comprende la obra, al Rastro, titulado ‘La bajada al Rastro’. Donde muestra esa facilidad que tenía para transformar las cosas, mostrándolas desde una perspectiva insólita: «Con todo, allí puede reorganizarse la vida y armar un gran salón, con cuadros, espejos de marco dorado como con enredaderas de escudos aristocráticos y, sobre todo, con arañas, grandes arañas que, como han llorado mucho y se les han caído las lágrimas, a los pies de su armazón colgada hay grandes banastas de caireles que habrá que rehilar de nuevo». Una invitación a dejarse llevar.

El Rastro de León empezó a funcionar en 1979 en la Plaza Mayor, de una manera precaria, bajo los soportales, con mercancías inclasificables expuestas en el suelo. A mediados de los ochenta ofrecía otro aspecto diferente. Se extendía a toda la Plaza y en él se podían encontrar desde canarios, a trajes para niños, pasando por recogemigas. Poco después se traslada al Paseo de Papalaguinda. Cuando me acercaba por allí, lo hacía buscando libros; en ocasiones, para intercambiar impresiones con Antonio Cortijo. Encontré algunas cosas interesantes, pero no lo llegué a convertir en una rutina. Ya viejos, dejamos de explorar. Al menos del modo como lo hacíamos antes, movidos por la esperanza de un descubrimiento feliz, el anhelado tesoro esquivo.
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