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Qué hacer en un mundo cada vez más pequeño

20/09/2021
 Actualizado a 20/09/2021
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No es que el verano fuera un camino de rosas, pero apenas atisbamos el otoño en lontananza y la realidad ha empezado a complicarse, si cabe más de lo que ya estaba. No sé, tal vez lo que pasa es que tenemos poca paciencia (si miramos hacia atrás en la historia, no sólo cualquier tiempo pasado no fue mejor, sino que, a menudo, fue mucho peor). Pero, indiscutiblemente, cada uno de nosotros somos hijos de nuestro tiempo, y solemos preocuparnos por lo que sucede en nuestras vidas, y por las de los que nos seguirán en este planeta, no tanto por las vidas de los que ya no están. Ni tampoco por un pasado que no podemos cambiar.

La vida humana es corta, así que bastante tenemos con lo nuestro, dirán algunos, con lo que sucede en torno a nuestro territorio, nuestra casa, nuestros amigos y seres queridos. Pero eso era más sencillo en el pasado, y no digamos en el pasado remoto, donde la gente apenas se movía del lugar en el que había nacido, salvo unos cuantos afortunados (o desafortunados: muchos se movieron muy a su pesar).

Tampoco había conciencia exacta de lo que pasaba en otras latitudes, al menos no de manera directa y habitual, hasta que llegaron los periódicos a finales del siglo XVII y, sobre todo, en el siglo XVIII. Desde luego, las noticias iban y venían, pero cuando alcanzaban a la gente ya no eran noticia, sino más bien leyenda, o chismorreo, y la realidad y la ficción se mezclaban (tanto como hoy, estarán pensando algunos de ustedes). En una palabra, el presente era tan importante como ahora, pero se trataba de un presente más inmediato y doméstico, que a menudo no se sentía concernido por lo que sucedía en otros lugares del globo (y eso cuando se tuvo constancia de que esto era un globo, aunque algunos incluso lo niegan hoy).

Lo que parece claro es que el mundo se ha hecho más pequeño, como decimos a menudo. Todo es más cercano, lo bueno y lo malo, al menos todo entra por las pantallas que nos iluminan o nos ciegan (o ambas cosas) y es muy difícil, salvo que uno se pierda en el monte, o en un lugar sin cobertura de internet (en la España vaciada hay unos cuantos), zafarse de la realidad, a veces pesadísima, de tal manera que la información ha pasado de ser escasa a ser excesiva y abrumadora, y, lo que es peor, no siempre creíble.

Claro que esto siempre ocurrió, como decimos: en la antigüedad las noticias llegaban después de pasar por mil manos (o bocas) interesadas, y ahora pasan por filtros, redes, censuras, creadores de realidades alternativas y en este plan. De alguna manera así nació la literatura: jugando con las posibilidades de la realidad, modificándola, recreándola, adaptándola o tergiversándola. Ahora bien, las leyendas y los mitos eran percibidos como tales, salvo para los más crédulos o fanáticos. Hoy los bulos no alcanzan esa calidad literaria, pero pueden engañar mucho más: porque se producen en el lado de la realidad, se venden como realidad.

Por supuesto, seguimos más preocupados por los inmediato. Aún tenemos ese antiguo sentimiento de lo local, desmentido por muchos estudiosos de la vida contemporánea, y en algunos lugares, aunque sólo sea por el abandono reiterado que han sufrido (y aquí nos sobrarían ejemplos cercanos) lo inmediato se convierte casi en lo único, aunque toda la información del mundo nos aborde, o nos inunde, en los boletines horarios y en los noticieros. Muchos querrían desprenderse aún más del mundo. Regresar a lo básico, como dijo una vez Tony Blair. La pandemia estimuló esta necesidad de alejarse de los males causados por la globalidad, por el contacto imparable, por el exceso de vida urbana, y dicen que ha acelerado ese deseo neorromántico de volver al campo: en fin, creo que todo eso está por ver.

De alguna forma, el mundo está tan interconectado que resulta difícil escapar de esa sensación, cada vez más profunda, de control y de dependencia. Ni siquiera las cosas que suceden aparentemente a muchos kilómetros pueden ser consideradas ajenas a nuestra vida cotidiana, pues, tarde o temprano, acabarán afectándonos. Quizás por eso, el precipitado abandono de Afganistán por parte de Estados Unidos, y, en consecuencia, de occidente, tuvo una repercusión extraordinaria en las últimas semanas de agosto. Porque esa lejanía forma parte de nosotros. Nos implicamos en ella, junto a otros países, y ahora asistimos, bastante perplejos, al giro de guion. Ya no es necesario que las noticias lleguen por emisarios, sino que la tecnología nos ofrece directos inmediatos desde las mismas zonas de conflicto: lo que no quiere decir que entendamos todo lo que pasa, ni siquiera una pequeña parte. Ver no es lo mismo que saber. Ni tampoco es lo mismo que entender.

La historia suele explicarse a través de hechos concretos, con fecha concreta: batallas, guerras, acuerdos, proclamaciones, destituciones… Pero, como me decía esta semana Fernando Trías de Bes, el economista social, autor de libros muy clarividentes, que acaba de publicar ‘Una historia diferente del mundo’ (Espasa), la Historia debería explicarse mucho más a través de las emociones, de los instintos y de las conductas. Todo depende, finalmente, de la naturaleza humana. De cómo somos.

No creo mucho en esa afirmación de que, todo lo que sucede, ocurre por algo. No, no lo creo. Supongo que a veces sí, a veces no. También está el azar, la casualidad, la fortuna o la desgracia. Los seres humanos tendemos a sobrevalorarnos, porque, a fin de cuentas, somos la especie dominante (aunque no lleva camino de ser la que más perviva sobre la faz de la tierra). En realidad, la Historia no es una colección de hechos o sucesos, sino un proceso que tiene que ver con el deseo de poder, el deseo de ser ricos, el miedo, la venganza, la arrogancia, la manipulación, la envidia, la ambición, y también la compasión, el perdón, la amistad o el amor.

Como dice Fernando Trías de Bes en su magnífico libro, el comercio vino a sustituir a la violencia entre tribus: mejor cambiar productos que matar para robarlos. Y, al tiempo, eso contribuyó a la expansión de las culturas y las costumbres, hizo que unos pueblos conocieran a otros y se mezclaran. Obviar ese hecho civilizador que viene desde antiguo sería un error en tiempos tan globales.

Y, sin embargo, asistimos a pulsiones regresivas de algunos líderes políticos y de algunos países, que pretenden acantonarse en sus murallas, volver al pasado, en la creencia (absurda) de que podrán aislarse de los males del mundo que, por supuesto, no van con ellos. No sólo es una postura insolidaria y mezquina, sino que es estúpida, y contraria al espíritu de la democracia. Pero, si les parece, de eso hablaremos otro día.
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