16/07/2022
 Actualizado a 16/07/2022
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Cuando llegué a León para quedarme, lo primero que muchos amigos me preguntaron es: «¿Cuál es tu pueblo?». Yo, que nací en ciudad y no tengo morada en ningún pueblecito los miraba extrañada. En Asturias si eras de Gijón eras ‘culo moyáo’ y punto, ¿qué es eso de pertenecerle a un pueblo? Después comprendí que tengo varios: Luanco, Felechas, Sabero y Ézaro. La vida me los ha ido regalando vivencia a vivencia, raíz por raíz.

Los pueblos son para el verano. Las ciudades, en días infernales como los de esta semana, no apetecen. No se está mal en las terrazas, pero no es comparable a coger la bicicleta y pedalear a orillas del Curueño. En el pueblo un urbanita aprende muchas cosas que ignoraba. Las manzanas, las ciruelas, ya no son las mismas. Cuando llegas al pueblo y dejas de comprarlas en el supermercado porque el vecino tiene árboles frutales y es generoso, descubres el verdadero sabor de las manzanas. Ahí es cuando te das cuenta de que no saben a paracetamol, porque hay que reconocer que la fruta en la ciudad es brillante pero no hay mucha diferencia entre morder un melocotón o tomarse una aspirina. La comunión con la naturaleza es algo que brota de un modo instintivo desde nuestro ser íntimo, como si llevásemos un chip programado, incluso a pesar de los mosquitos.

Los pueblos en verano rebosan, pero en invierno vuelven a morir siguiendo el mismo camino que los árboles de sus riberas. Mucho se ha hablado de frenar ese monstruo imparable llamado despoblación. Viviendas regalo, huerta, pero si no hay trabajo, wifi, centros educativos, inversión y comunicaciones, de poco sirve. Ahora el Gobierno, en su plan de optimización de recursos quiere eliminar autobuses de muchas zonas rurales. En León esta medida afectará a 40 pueblos, por lo que las personas mayores que allí viven tendrán que aprender a comprar por internet si ya no conducen. Solo el ser humano es tan absurdo como para aniquilar su propio ecosistema.
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