Puccini en el cabaret de Moulin Rouge

‘Manon Lescaut’ regresa a Londres después de tres décadas de ausencia. Con Jonas Kaufmann, Kristine Opolais y una rompedora escenografía de Jonathan Kent. Este jueves se exhibe en Cines Van Gogh

Javier Heras
26/11/2020
 Actualizado a 26/11/2020
Kristine Opolais y Jonas Kaufmann en la ópera ‘Manon Lescaut.
Kristine Opolais y Jonas Kaufmann en la ópera ‘Manon Lescaut.
La Royal Opera llevaba treinta años sin representar ‘Manon Lescaut’, pero la espera mereció la pena. A esta producción de 2014 no se le puede pedir más. Por un lado, varios de los cantantes más solicitados (y atractivos) del mundo: el tenor alemán Jonas Kaufmann (1969), con su porte de estrella de Hollywood y su timbre prodigioso; la espectacular soprano letona Kristine Opolais (1979), aclamada por su debut en ‘Madama Butterfly’ en 2011; y el barítono británico Christopher Maltman (1970), que puso en pie al Liceu con ‘La Bohème’. En el foso, quien mejor comprende los matices y colores de la ópera italiana: Antonio Pappano, batuta siempre medida pero llena de emoción y lirismo. La grabación podrá disfrutarse este jueves a partir de las 18:45 horas en Cines Van Gogh.

Covent Garden encargó la dirección al sudafricano Jonathan Kent. El rompedor regista había triunfado en este escenario con Tosca y en el Mariinsky con Elektra, y aquí apostó por un enfoque moderno y muy cinematográfico, con vestuario insinuante y referencias a ‘Grease’, a Fellini y al cabaret Moulin Rouge. Un reto con ‘Manon Lescaut’ es conseguir replicar el impacto que produjo su estreno en 1893 en Turín: a los espectadores les escandalizó que los personajes vistieran, vivieran y hablaran como ellos. Hoy esto resulta casi imposible, pero Kent incomoda y hace reflexionar con su crítica a la explotación de mujeres, al machismo y al voyeurismo.

Para el compositor de ‘Turandot’, esta adaptación de la novela del abate Prévost supone el inicio de todo. Con 34 años, «dio un salto abismal» (así lo describió el Corriere della sera) y se ganó el favor del público. A Puccini no le importó que apenas ocho años antes Jules Massenet ya hubiese triunfado con su ‘Manon’. Necesitaba un gran éxito para levantarse del fiasco de sus dos primeras óperas (‘Le Villi’, ‘Edgar’) y confiaba en este romance escandaloso; particularmente en su compleja protagonista, una joven amante del lujo con un poder de atracción que acarrea la desgracia para ella y los hombres que seduce. «No la sentiré como francés, con polvo de tocador y minués, sino como italiano, con una pasión desesperada», declaró.

El genio de Lucca (1858-1924) avanzó aquí todas sus señas de identidad: una heroína trágica, un libreto cuidado en el que participaron hasta cinco escritores (entre ellos Leoncavallo, autor de ‘Pagliacci,‘ y la dupla Giacosa-Ilica, quienes poco después firmarían ‘La Bohème’) y, ante todo, una partitura irresistible. Cuando el crítico George Bernard Shaw escuchó ‘Tra voi belle, la canción de Des Grieux’, aseguró que Puccini se había convertido en «el heredero legítimo de Verdi». Ambos tenían un don innato: la melodía pegadiza, amplia, sensual, cantable. Eso sí: siempre con una función dramática, pegada al texto. Nunca hay pasajes gratuitos de lucimiento; la música da valor a la palabra, refuerza su expresividad. El estudiante Des Grieux, al principio descreído, usa un canto sarcástico; después, según se deja llevar por la pasión, lo muestra en la expansiva ‘Donna non vidi mai’. Al final, abandonado, se desespera en ‘Mi tradisce’.

Por otra parte, la orquesta retrata a los personajes, evoca recuerdos mediante leitmotive (la juventud en el coro inicial, la traición de Geronte), pinta ambientes a la manera del impresionismo francés, genera tensión –la fuga de cuerdas cuando la policía los descubre robando– y sirve de estructura continua. El brillante ‘Intermezzo’ sinfónico recuerda a Beethoven y, especialmente, a Wagner, con su secuencia de cromatismos que ascienden. «Es nuestra Tristán», elogió el musicólogo Fedele D’Amico.

Sería injusto reducir ‘Manon Lescaut’ a un mero avance de lo que vendría. Es la primera prueba del incomparable sentido dramático de su autor. Puccini maneja los tiempos, hace sufrir y, sobre todo, emociona como nadie. Incluso una decisión insólita, la de situar el final en el desierto, funciona: la angustia de Manon se traduce en una armonía disonante. Imposible contener las lágrimas ante su despedida, agonizante y aterrorizada ante la muerte.
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