¿Próxima parada? (8/10): Un Hullero de película

Continúa el emotivo viaje de diez entregas por la ruta que desde el siglo XIX transportaba en tren mercancías y pasajeros desde las cuencas mineras de León hasta los Altos Hornos de Vizcaya y ahora agoniza en el olvido

Camino Díez Llamazares
27/11/2022
 Actualizado a 27/11/2022
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A partir de Espinosa, un sopor azota sin reparo al pasajero, que de pronto siente como si los silbidos y el tambaleo del Hullero le fuesen transportando directo al mundo de los sueños. Este vehículo, convertido ahora en una cuna, fue hace tiempo uno en el que habría sido difícil quedarse dormido. Un tren lleno de vida. A pesar de que, en apariencia y en utilidad, ya no sea el Hullero que fue, hoy es el único modo de viajar de un punto de su itinerario a otro en la mayoría de los casos.

En León, la mayor parte de pasajeros se subían para ir a parar a alguno de los pueblos de la misma provincia. Otros iban hasta poblaciones de Palencia o Burgos y hay quien se ha subido en algunas de esas villas para acabar el trayecto en Bilbao.

En un recorrido inverso por estas vías, dos jóvenes disminuían considerablemente la media de edad. Eran Ayala y Alberto y viajaban desde Bilbao hasta Espinosa, el pueblo de él.

– Siempre suelo coger este tren –explicaba Alberto. – Combinaciones, no es que haya muchas… Yo creo que esta es casi la única opción.
– ¿Vuelves mucho a Espinosa?
– No –respondió rotundamente, – el trayecto me da mucha pereza.

El chico tenía 18 años y había emprendido su hazaña universitaria en el campus de Leioa, en Vizcaya. Volvía a Espinosa, a menos de 75 kilómetros de Bilbao, como mucho una vez al mes.

– No sé cómo aguantas tanto sin volver a casa –le decía Ayala sorprendida.

En León, la mayoría de pasajeros iban a parar a alguno de los pueblos de la provincia y a municipios de Burgos y PalenciaEstas vías, que unen localidades a las que, de otra manera, sólo podría accederse a través de coches particulares, han crecido de la mano de sus pasajeros y sus historias están muy ligadas. Es raro encontrar en este tren una sola persona que no haga referencia a cómo eran las máquinas en el pasado o que no haya frecuentado el mismo recorrido desde joven.

El trayecto permitía aquel día conocer a una pareja de ancianos que viajaba desde Bilbao hasta Sotoscueva. Tenían unos ochenta años y viajaban de la mano, sentados en la dirección de la marcha para no marearse.

– Veraneamos en Sotoscueva –explicaba ella con un hilillo de voz. –Es que yo soy de ahí.
– ¿Venís de Bilbao?
– Sí, sí –esta vez respondía él.

El hombre había nacido en Espinosa de los Monteros y se había mudado a Bilbao antes de cumplir los veinte años. Cogían este tren desde hacía más de sesenta.

–Yo llevo casi toda la vida en este tren –decía el señor nostálgico.
– ¿Cómo os conocisteis?
– En Espinosa –respondía ella.
– Nos conocimos bailando –soltó él. Ella se reía mientras le agarraba el brazo con una mano y se tapaba la boca, cubierta ya por la mascarilla, con la otra.

Tenían que caminar unos treinta minutos para llegar hasta casa de ella, en Quintanilla. Se movían despacio y se levantaron de sus asientos cuando el tren estaba a una distancia prudente de la parada. Al llegar, se abrieron las puertas e hicieron un gesto para despedirse. Cuando bajaron, se agarraron la mano y tranquilamente comenzaron a pasear.
De Espinosa de los Monteros, escribía Aparicio que debía su nombre a la figura de los Monteros de Cámara, de la época de Sancho García, que confió su vida y la de su familia a los vecinos de Espinosa en agradecimiento por salvar la vida de su hijo. Otra leyenda cambia la historia y propone que la denominación de la villa se debe a la extensa presencia de espinos.

En el viaje de Aparicio, el tren hacía el recorrido en más de diez horas; hoy tarda menos de ocho en completar el trayectoEn el trayecto de Aparicio, el tren realizaba una parada más larga en Espinosa que en el resto de paradas y una de las pasajeras describía el pueblo como uno de ricos. Un Hullero más fiel en su estética al de antaño, aunque también menos asequible, tiene la villa como una estación obligada para sus pasajeros. El tren ofrece una experiencia similar a la que podría vivirse en la vieja máquina y lleva el nombre de ‘Expreso de La Robla’.

En ‘El Transcantábrico’, el escritor rechazaba la idea de que estas vías pudiesen acoger un servicio turístico de lujo que emulase el viejo tren, como se hacía con el ‘Cénevol’ de París a Marsella por aquel entonces. «Quizá esto sería demasiado para el modesto hullero, quizá no podría soportarlo», escribía. Hoy es habitual encontrar al Expreso de La Robla aparcado en Espinosa o Balmaseda.

Este Hullero continúa avanzando entre la penumbra mientras la fuerte respiración de uno de los viajeros, que yace totalmente dormido, pone melodía al trayecto. Un hombre se levanta cuando la máquina ya ha abandonado Espinosa. Se agarra a los asientos mientras pasea de un lado al otro, atento a sus pies para no tropezar. Debe de ser uno de los ancianos que se ha subido en Pedrosa.

– Cuando era jovencito, una vez el capataz me dijo que había que valer también para estar sentado –dice el hombre de repente. – Yo le dije que no me viniese con cuentos, que él no hacía otra cosa que estar todo el día sentado.

Los ruidos del interior del Hullero impiden escuchar a la perfección al pasajero, que ha interrumpido su paseo para contar la anécdota. Apenas se puede oír su apodo cuando se presenta; es algo así como Torcas o Troscas. Puede que haya dicho Tuercas. Recorre estas vías desde antes de cumplir los diez años.

– Cuando le respondí eso –continúa hablando de aquel capataz, – me soltó lo siguiente: "Mira, yo le llevo una silla a los de la mina para que estén ahí siete horas sentados y me mandan todos a la mierda" –al decir esto, el hombre suelta una carcajada.
– ¿Eso hace cuánto fue?
– Unos cuarenta años –responde dubitativo. – Y eso que este tren antes tardaba una vida entera en hacer todo el recorrido. Ahora entiendo al capataz –acaba de hablar y vuelve a su sitio.

En el viaje de Aparicio, el escritor permanecía más de diez horas en el interior del tren para viajar desde Bilbao hasta León. Hoy la máquina hace el recorrido en menos de ocho horas; aunque suele tardar más cuando la procedencia es León y el destino es Bilbao. Todo parecen diferencias entre el viejo Hullero y el de ahora. Al de antes, fueron varios los artistas que dedicaron parte de su obra además de Aparicio.

Hace veinte años, Jesús Díez publicaba ‘El niño del Tren Hullero’, ‘Carbonilla en los ojos’ hace cuatro y la producción literaria y fotográfica ‘Viajeros que regresan al Tren Hullero’ un año después. En 1967, salía a la luz la película ‘Sor Citröen’, dirigida por Pedro Lazaga y protagonizada por Gracita Morales y Rafaela Aparicio; algunas escenas tuvieron lugar en el interior de la máquina. Incluso, el grupo ochentero Deicidas dedicó al tren su canción ‘Cuatreros de ganado’, en la que se oye: "las reses mugen locas, mientras saltan del vagón; ni Texas ni Arizona, al oeste está León".

La lista de obras que han escogido el Hullero como escenario protagonista es inmensa. Autores como Gamoneda lo incluyen entre sus versos. Asimismo, ‘Luna de lobos’, basada en la novela homónima de Julio Llamazares y dirigida por Julio Sánchez Valdés, y ‘A galope tendido’, del leonés Julio Suárez, son filmes en los que el viejo tren adquiría notable relevancia. Poco se podría grabar en el de ahora, que tiene como utilidad primordial el transporte de viajeros que no han tenido más opción que subirse a él para regresar a su ciudad o a su pueblo.

De nuevo, la sensación de desorientación invade a todo el que mire por alguna de las ventanas del Hullero. No puede verse absolutamente nada debido a la lobreguez del exterior. Parece que el tren permaneciese ahora estático en una infinita oscuridad y es complicado identificar si realiza o no alguna parada. Tampoco se oye ninguna voz que avise las paradas.

La máquina debe estar a la altura de Bercedo, desde donde se puede acceder al pico más alto de la Cordillera de Ordunte, el Zalama, a más de 1.300 metros de altitud. Cerca de esta zona se encuentran el Valle de Soba, en Cantabria, el de Mena, en Burgos y el de Carranza, perteneciente a Vizcaya. El tren no puede estar muy lejos de los ríos Cerdeña y Cadagua.

Aparicio escribía que la máquina recorría 340 kilómetros en los que  estaban presentes no más de veintiún túnelesLa memoria de otros viajes permite recordar que, al acercarse a Mercadillo, las ventanas del Hullero permiten apreciar la inmensidad de Villasana, en el valle de Mena y que, cuando el tren llega a la parada de Ungo-Nava, deja a su izquierda el embalse de Ordunte. La máquina tiene que estar ahora muy próxima al primer pueblo del País Vasco por estas vías, Balmaseda. En el libro de Aparicio, el escritor indicaba un recorrido de 340 kilómetros en los que estaban presentes no más de veintiún túneles.

– Quedan unos diez minutos para llegar a Balmaseda –el interventor se ha levantado y se acerca a cada uno de los asientos ocupados para explicar la próxima aventura a los viajeros. – Ahora cambiamos de máquina.
– ¿Por qué? –el pasajero que estaba dormido alza su voz para que se le escuche desde el fondo.
– Porque el servicio desde Balmaseda hasta Bilbao es de cercanías –le responde el revisor.
– Bueno, es igual, si yo me quedo en Balmaseda –cuando dice eso, el ferroviario le mira atónito y procede a regresar a su asiento mientras resopla. Sólo le falta poner los ojos en blanco.

De la nada, una voz que suena estropeada y demasiado alta se oye por todo el Hullero. Es, de nuevo, el aparato que avisa las paradas. Advierte la de Balmaseda. Se escucha un silbido y los pasajeros se incorporan para recoger sus equipajes. Una vez recogidos, todos se acercan a la puerta y esperan haciendo cola para bajar en Balmaseda y trasladarse por segunda vez a una máquina distinta.
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