17/04/2020
 Actualizado a 17/04/2020
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Hacía un mes largo que no pisaba la calle, confinada obligatoriamente, y más aún. Pero, siempre existe un pero, le gustaba por el vivir el airearse por los huertos de ocio de La Candamia pues le recordaban a su padre mimando con un rastrillo y un almocafre los tomates, las cebollas y unos surcos de pimientos de Padrón. También le gustaba por el vivir airearse por los parques diversos de la ciudad, ver los escaparates, pasear por Ordoño, hacer una visita en San Marcelo y tomar una caña en el concurrido Barrio Romántico o en el Húmedo. De vez en vez cenar en su preferido restaurante y nada que decir sobre tomarse unas limonadas en Semana Santa, todo ello imposible este tiempo marcado por el coronavirus con su carro universal de desdichas. Total, aquel día con el rostro cubierto por una mascarilla confeccionada a mano por ella misma gracias a un Whatsapp, un sombrero estampado y enguantada de vinilo se dispuso a salir. El día y las normas en esas fechas no sólo no invitaban al boato y el jolgorio en la calle sino que lo impedían hasta con multas duras además de otros castigos. Pero este pequeño viaje lo exigía en esta ocasión una compra curiosa en el super para hacer acopio.

Así que abrió la puerta principal sobre la que pendía un colgante verde con el saludo ‘Bienvenidos’. Acto seguido tomó el ascensor hasta la cochera. Por fortuna, bajó sola, pudiendo por ello responder debidamente a la distancia exigible. El coche que llevaba mucho tiempo parado esa tarde con lluvia trasparente a la vez que iba apareciendo algún nubarrón que amenazaba granizo o una pelea de rayos y truenos, en ningún momento disputada, no se portó mal. Arrancó a la primera.

Cuando llegó al super se percató de que iba demasiado abrigada. Pues aunque su pelirrojo cabello fuese atusado regular por el peine de un pequeño arranque de ventolina hacía más bien calor. Esta vez las vallas abiertas despejaban el acceso y la salida al espacio comercial, algo que ocurría desde el inicio de la cuarentena según le había comentado ‘Társila’, su amiga, motejada ‘De los Naufragios’ porque solía salvar a la gente en apuros. Había pocos clientes. Tenían un bote con un líquido para las manos y unos guantes a la entrada para frenar el avance del Covid-19 y muchas señales salpicadas por el suelo indicando la sagrada distancia junto con acristaladas barreras. Había poca gente, no como sucedía al comienzo de la pandemia, teniendo la autoridad que intervenir, pues de todo se enteraba ella sin salir de casa. Habló lo imprescindible con algunos dependientes. El pescadero tardó en reconocerla. Lo hizo por los ojos y la voz. No resulta extraño, con lo cubierto que llevaba el rostro, pues campeaban la enorme mascarilla a mano y el sombrero con dibujo geométrico.

Se le olvidó apuntar que en el camino a la ida, a este lado de la lluvia y los repechos de los montes, observó poco movimiento en la calle: algunos coches con dos ocupantes como máximo en diagonal; los autobuses gratuitos con un número reducido de pasajeros; muchas ambulancias con las sirenas a tope; apenas ningún mendigo devastado y famélico o persona sin hogar (al parecer se hallaban en el Pabellón San Esteban asistidos por el Ayuntamiento, el ejército y sanidad por lo del triaje y demás junto con varias oneges); y escasos peatones. Apresuradas y minuciosas disposiciones se redactaban cada poco en esta época de numerosos enfermos, sufrientes y muertos en tremenda soledad a pilas.

Claro que todo lo que empieza acaba y esto acabará, acabará, ganaremos, porque como cantaba el Dúo Dinámico ‘Resistiré’ y resistir es vencer , escribía reiteradamente a la luz de un flexo adquirido en la ferretería ubicada en el barrio casi a diario.

Al regreso a casa se topó con una trompeta ronca ronca, la señal emitida por un vecino para anunciar que comenzaba el aplauso. Enseguida una furgoneta grande, blanca puso en alto su repertorio canoro. Ventanas, balcones y terrazas se hicieron visibles con canciones más aplausos, menos sus dos torcaces que aún no habían despegado alas y asustadas se acurrucaban en su mañoso nido en el balcón.

Aquella noche sintió el clarinete de la luna haciendo música en su interior como nunca. Se acostó muy tarde como siempre y se despidió veloz: ¡Ojalá pronto podamos realizar una ronda repleta de esperanza! ¡Ojalá pudiese anunciarlo ya y palpar el sentido horneado de la verdad!
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