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Por una democracia compleja

24/02/2020
 Actualizado a 24/02/2020
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Hay conversaciones que, de pronto, resultan iluminadoras en este tiempo confuso y vertiginoso. Alimentarse solamente de noticieros trufados de sucesos, de informaciones truculentas, de crudos presagios sobre el futuro del mundo, o escuchar declaraciones que rezuman simpleza y desconocimiento, no es, desde luego, la mejor de las dietas. Hoy se insiste mucho en la dieta alimenticia, lo cual no está nada mal, pero a menudo se olvida la saludable dieta de pensamiento. Consumimos comida basura, sin duda, pero también devoramos demasiadas ideas basura. Y la mayoría de ellas se han introducido en esta sociedad posindustrial como quien vende productos sin aditivos, sin colorantes, ideas que parecen estar ahí desde el principio de los tiempos y que presumen precisamente de su simpleza, de su formulación elemental, frente a los alambicados pensamientos complejos, dicen, frente a las ideas de los intelectuales, que suelen ser los mayores enemigos de los nuevos adalides del pensamiento simple y maniqueo.

No pasa un día sin que asistamos a alguna frase gloriosa, a menudo pronunciada por políticos, pero no solamente, que intenta reducir cualquier asunto de la realidad a una idea superficial, con aires de eslogan, eso sí, que para eso vivimos tiempos de propaganda. Algunos líderes, por ejemplo, han encontrado en Twitter la distancia perfecta para el razonamiento pueril, para la respuesta atolondrada e inmediata, hasta el punto de que a veces parece que somos gobernados a golpe de frases de este estilo, con total desprecio (o desconocimiento, que es aún peor) de la complejidad de la acción política, pero sobre todo de la complejidad de la sociedad contemporánea. Han encontrado una veta poderosa en un tipo de audiencia que, reeducada en simplicidades a través de otros medios, prefiere no perderse en algo tan engorroso como los matices, los detalles, los pensamientos elaborados. Hay un impulso evidente de un pragmatismo banal, pretendidamente cercano y popular, que vende ideas como crecepelos, más por la forma del frasco que por la improbable eficacia de su contenido. Un pragmatismo que bebe de lo inmediato (no pocas veces a golpe de telediario, que es lo fácil), y que, sin embargo, muestra alergia en cuanto se presentan asuntos que hay que tratar en su complejidad, más que nada para no hacer daño a nadie. Existe un verdadero terror a las audiencias intelectualmente ricas, que no se conforman con ideas de pacotilla y con afirmaciones contundentes sin análisis científico alguno.

Digo que hay conversaciones que resultan iluminadoras porque ha sido un encuentro que tuve hace poco más de una semana con el filósofo Daniel Innerarity el que me ha sacado de este estado de estupor, y de enfado, al que me llevan algunas ideas que escucho prácticamente a diario. Acaba de publicar el gran Innerarity un libro imprescindible, titulado ‘Una teoría de la democracia compleja’ (Galaxia Gutenberg), en el que explica, con la brillantez a la que nos tiene acostumbrados, cómo desde hace ya veinte años, no exactamente ahora, «la política en su actual formato y con su andamiaje ideológico al uso me parecía completamente inadecuada para gobernar el mundo contemporáneo». Ese pensamiento, viene a decir, se ha acrecentado últimamente. Dice Innerarity que «la principal amenaza de la democracia no es la violencia ni la corrupción o la ineficiencia, sino la simplicidad». Y este es el punto en el que me hallo en total confluencia con las ideas del filósofo y cuya lectura, como también la charla que tuve el gusto de mantener con él, me producen un alivio rápido, una satisfacción inmediata, al comprobar que alguien de su relevancia intelectual ha sido capaz de poner negro sobre blanco lo que yo también juzgo uno de los mayores males que nos aquejan.

Parte Innerarity de una cita maravillosa de Alexis de Tocqueville: «Una idea falsa, pero clara y precisa, tendrá más poder en el mundo que una idea verdadera y compleja». ¿No les parece que eso es, exactamente, lo que nos está pasando? Mientras la ciencia y la tecnología no dejan de avanzar, las categorías políticas han dejado de hacerlo, lo que provoca un grave déficit de gobernanza. Ante la complejidad del mundo, paradójicamente, algunos (y tenemos buenos ejemplos) optan por simplificarlo todo, convencer al personal por todos los medios posibles, e imponer el resultado de sus absurdas simplificaciones. Parece el camino más rápido y directo al desastre. Dice Daniel Innerarity: «¿Tenemos hoy una teoría política a la altura de la complejidad que describen las ciencias más avanzadas?». Y, a continuación, explica algunos de los males que se derivan de la simpleza: «Son simples aquellas interpretaciones de la realidad que ofrecen explicaciones lineales, binarias o moralizantes y que sobrevaloran las propias capacidades de intervención sobre ella, que desconocen la dimensión trágica y cómica de las cosas (…) Las soluciones simples suelen producir una distensión momentánea de la perplejidad y los conflictos, pero acaban empeorando las cosas. (…) Cuando una filosofía política excesivamente normativa antepone las categorías morales a la sutileza analítica; cuando la unidad colectiva deja de prestar atención a las lógicas de pluralización y exclusión (…), entonces lo que tenemos es una teoría con escasez de observación, un normativismo enfrentado a un mundo que no comprende, que compensa su penuria analítica con la prescripción».

La verdad, no puedo estar más de acuerdo. Innerarity defiende en su estupendo libro una democracia nueva en la que las políticas coincidan con los intereses de los que se ven afectados por ellas, pero también de cara al futuro (los niños de hoy tendrán que vivir con el mundo que nosotros les dejemos). Todo es ya transversal y todo afecta a todo. Innerarity, en su iluminadora conversación, propone una mayor complejidad de las democracias, una mayor profundidad, no una simplificación, una banalización pragmática, tantas veces al calor de los impulsos mediáticos, que es la que algunos tratan de imponer ahora, buscado aquellos nichos del electorado que están dispuestos a recoger la peregrina teoría del mal causado por las élites intelectuales. No se puede sustituir la reflexión profunda y el consenso por el imperio de la norma, la prescripción y el dedo acusatorio.

En estas cosas pensaba mientras escucho y leo estos días sobre el grave problema que atañe a esta provincia. Y escuchando algunas declaraciones, algunas simplezas de quien no entiende nada de lo que se habla aquí, bien desearía que la democracia compleja, y no la simple y pueril, se abriese de verdad camino.
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