06/05/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Por la Cruz de mayo, los periódicos nos recuerdan año tras año la pervivencia de una fiesta en Quintana de Fuseros en la que las gentes acuden en procesión a la ermita del Cristo de la Cabaña. Que haya procesión no tiene nada de particular (de momento) pero sí el hecho de que en ella participen algunas personas que, tras haberse ofrecido (a sí mismos o por otros) a su titular, acuden ataviados con la que habría sido, y será, su mortaja. Desconozco la antigüedad de esa celebración cuya organización dependía de la Cofradía de las Ánimas, de la que hay mención en el Catastro del Marqués de la Ensenada que se elaboró a mediados del siglo XVIII y que ha resultado una fuente de información insustituible en la Corona de Castilla (excepcional en el caso de nuestra provincia) como lo fueron, en el arzobispado de Toledo, las ‘Relaciones’ que ordenó el leonés cardenal Lorenzana dirigidas a los vicarios, jueces eclesiásticos y párrocos para conocer la situación de la archidiócesis. Dos ejemplos de paradoja: tanto la averiguación que se realizaba como base para llevar a cabo una reforma fiscal que nunca se hizo realidad (en el caso del Catastro) como la realizada para recabar información de todo tipo (en el caso de las Relaciones), terminaron siendo la base de centenares de tesis doctorales y estudios a pequeña escala sobre la vida de nuestras gentes y pueblos en el siglo XVIII. En ellas hay constancia y testimonio de prácticas culturales y singularidades varias de todo tipo objeto hoy de estudio por la etnografía. La procesión de las mortajas de Quintana de Fuseros es, al parecer, ejemplo de una costumbre no muy extendida y que, en cualquier caso, se ha perdido en otros dos o tres lugares donde se sabe que existió con similares características. Mucho antes de saber que esta costumbre existía en mi tierra, yo oí hablar de una procesión de amortajados. Fue en gallego y en Galicia donde siempre se ha hablado de la muerte y de sus ritos con una naturalidad que, por resultarme ajena, siempre me desconcertó. Y tuvo lugar en el transcurso de la conversación en la que todos, excepto yo, sabían de qué se hablaba. Fue entonces cuando conocí la fiesta de las mortajas de Pobra do Caramiñal (La Coruña), sin duda conocida y reinterpretada por Valle Inclán en sus ‘Comedias bárbaras’ en la que los ofrecidos caminan amortajados tras su propio ataúd, que portan sus familiares, al menos desde el siglo XV. Y también la de Santa Marta de Ribarteme, en Pontevedra, donde los ofrecidos son transportados dentro de su propio féretro, como en la romería de la Virgen de los Milagros de Amil, en Moraña. A todo lo cual había que añadir lo habitual de los exvotos en cientos de iglesias repartidas sin excepción por todo el territorio. En aquella conversación oí cuanto pude y, sobre todo, callé. Porque me di cuenta de que nuestros distintos posos culturales nos hacían interpretar aquellas fiestas de modo completamente diferente: donde yo veía algo tremendamente trágico, ellos veían lo contrario: la celebración de la vida. Tuvieron que pasar muchos años hasta que logré comprenderlo. Ocurrió en el momento en que me di cuenta de que hay un momento de la vida, antes o después, en la que, inconscientemente, uno desdramatiza la muerte. Y solo entonces se puede entender que la muerte formase parte de la vida de Penélope o que Lorca la incluyese espontáneamente en el lenguaje de las flores de las enamoradas: «Las amarillas son odio / el furor, las encarnadas / las blancas son casamiento / y las azules, mortaja». Resulta que en Quintana de Fuseros lo han sabido desde siempre.
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