Poniendo parches en la vida

Era verano. Lo sabíamos, no tanto por el calor que en la montaña nunca es demasiado, como porque de pronto todos los chavales del pueblo nos subíamos en aquellos viejos caballos de hierro hechos a la medida de nuestros padres, con los pedales demasiado lejos para la cortedad de nuestras piernas. Aun así éramos capaces de estar subidos a ellas haciendo saltos y cabriolas. Los frenos eran solo un adorno, y llegado el caso de extrema necesidad debíamos recurrir a la suela de la zapatilla hasta que esta terminara quemándonos la planta del pie cual zapata salvadora, a la espera de entrar en casa y pasar revista sobre el estado del calzado, de la ropa y de nuestras propias rodillas. Todo lo que no necesitara puntos de sutura era admitido. Los caminos eran de tierra y piedras cuando no senderos estrechos entre matas de robles, castaños y urces. Casi todos los días debíamos enfrentarnos a los terribles pinchazos. Terribles porque nos obligaban a parar y dedicar tiempo a su reparación. Sustituir la cámara por una nueva era un lujo muy lejos de nuestro alcance. Solo podíamos intervenir arreglando el desperfecto, poniendo un parche para ocultar el daño causado. Hoy, medio siglo más tarde, no es admisible usar el mismo sistema para arreglar los daños que nosotros mismos nos causamos cada día. Cuando los contaminantes atmosféricos que respiramos en nuestras ciudades y pueblos ensucian el aire y sobrepasan los límites permitidos, solo se nos ocurre poner un parche que oculte el daño, no que lo arregle para que no vuelva a suceder. Solo buscamos una solución de urgencia que oculte lo del momento, a sabiendas de que no es la acción adecuada, aunque esperamos que oculte el desastre momentáneo. Cuando chaval, con el parche conseguíamos seguir disfrutando de nuestras correrías y solo nos jugábamos un día más de disfrute estival con la bicicleta. Ahora nos jugamos la salud y la vida. Debemos abordar actuaciones para evitar los gases asesinos y eso no se consigue poniendo parches.