30/08/2020
 Actualizado a 30/08/2020
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Estremece la imagen de la piscina de Wuhan. Diez días atrás, centenares de personas compartían una fiesta (acuática y electrónica, faltaría más) para celebrar el fin de su parcela de pandemia. «Nos lo hemos ganado. Wuhan ha aplacado al virus y recobrado la confianza. Además, ahora debemos recuperar la economía». En fin, no sabe uno si quedarse con estas expresiones delirantes de gozo o con aquellas caducas procesiones de acción de gracias. Patéticas ambas opciones.

Las piscinas no siempre estuvieron allí ni aquí. A nosotros nos llegaron no por gracia municipal sino por el empuje de las asociaciones vecinales hace apenas unas décadas. Todo era muy básico, se reclamaban aceras y escuelas, pero también parques y piscinas públicas. Las que existían, así tituladas, eran para el disfrute exclusivo de las élites y advenedizos, previa condición de socios del club. Había pilones también y alguna otra instalación con pretensiones, como la llamada Ely, entre Armunia y el barrio de La Vega, o la que era privativa de trabajadores del ferrocarril (y otros advenedizos más). En cualquier caso, nada al alcance de un adolescente a principio de los setenta, bien porque no tenía ni un duro en el bolsillo, bien porque el cabeza de familia, el ferroviario, pudiera tener alergia al agua.

Se habla de educación, de sanidad, de pensiones… como ejemplos notables de cuanto lo público nos ofrece y es preciso defender. Pero olvidamos que a su lado hay otras expresiones menores de esos mismos servicios públicos que conforman ya parte natural de nuestras vidas, tanto da que se trate de una piscina como de las oficinas de correos. Su condición nos pasa desapercibida y pensamos que va de suyo, que ahí han estado desde el inicio de los tiempos y que ahí seguirán a perpetuidad, con independencia del sistema fiscal establecido. Curiosamente, buena parte de quienes heredaron aquel movimiento vecinal reclaman en la actualidad más policía (otro gasto público), tortilla para las fiestas y menos impuestos.
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