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Pero, ¿qué normalidad?

01/06/2020
 Actualizado a 01/06/2020
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Veamos: no se dejen amedrentar. Hay que ser responsables, pensar en los otros, y así todos pensaremos en todos, pero no hay que rendirse al contagio del miedo. Los que insisten una y otra vez en ‘la nueva normalidad’, esa expresión imposible y absurda, siguen enfrascados en la producción de frases de diseño, tan propias de este tiempo que suele discurrir entre decorados. Es puro lenguaje de cartón piedra. Todo lo etiquetamos, quizás porque vivimos a golpe de influencias mediáticas, y la política también vive a golpe de etiquetas, casi siempre simplificadoras, superficiales, como si pensaran que no damos para más. Mal asunto cuando casi todo depende de la propaganda.

Pero bien: hoy es primero de junio, y hay terrazas abiertas al sol (bueno, hasta las tormentas de ayer), y algunos creen que han reconquistado la libertad. Me enternece, ya lo dije otro día, esa necesidad de recuperar la calle y las aceras, mucho antes que cualquier otra forma menos prosaica de libertad. Lo primero, quizás, es lo tangible. Primero vivir, luego filosofar. Pero filosofar se hará imprescindible: de lo contrario, no podrá entenderse el futuro. Ese pragmatismo de lo inmediato no sirve cuando hay que cambiar de modelo, de forma de vida, para sobrevivir. Pero, ¿es censurable el ciudadano por buscar la libertad inmediata de las calles, que intenta recuperar en lo posible la vieja normalidad, es decir, la única normalidad que conoce?

Siempre pienso que ningún tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, siento que estoy a punto de cambiar de idea. Lo que los nuevos futurólogos avanzan no parece pintar muy bien. En todas partes leo esos fragmentos de apocalipsis que tanto gustan al sensacionalismo, o a los adalides del ‘click-bait’ (cebo digital, o ciberanzuelo, o lo que quieran). Malas noticias para la libertad, estupendas para el control y la censura. Los males de la globalización, que no son pocos, podrían ser sustituidos por males mucho mayores, como el establecimiento de más fronteras, la tecnología intimidatoria, el auge de la animadversión hacia los otros, un cierto autoritarismo puritano y controlador, una pavorosa tendencia pueril y maniquea a creer que todo se divide entre ‘like’ y ‘dislike’, y majaderías por el estilo. Si eso es el futuro, creo que habría que ir bajándose.

Una de las grandes misiones del ciudadano medio, en los próximos meses, o en los próximos años, será la lucha contra este futuro de diseño que augura una vida mucho peor que la que teníamos. Un futuro que insiste en domesticarnos, de tal forma que la civilización comenzará a ser tan estricta, y tan irrespirable, que se confundirá con la barbarie. La cosa ya apuntaba maneras, pero me temo que la pandemia, y cualquier otra desgracia colectiva que pueda venir, no hace más que acercarnos a un futuro indeseable. Me siento extraño diciendo todo esto, lo confieso. Habitualmente me gustan los cambios, estoy muy lejos de ser inmovilista, y creo mucho, muchísimo, en los impulsos de la modernidad. El problema es cuando la modernidad toma unos derroteros que, más bien, parecen arrastrarnos hacia posiciones mucho menos modernas y más peligrosas que las que ya teníamos.

No me extraña, ya digo, que muchos ciudadanos sueñen con la vieja normalidad, a pesar de todas sus deficiencias. Una versión aproximada y menos jocosa de aquello de «¡Virgencita, que me quede como estoy!». Esa vieja normalidad, aunque sujeta a múltiples inconvenientes y a un deterioro notable (en parte causado por políticas globales ineficaces, arrogantes, autoritarias, intimidatorias), nos permitía cosas que ahora hemos perdido. Muchas de esas cosas son próximas, incluso elementales, pero tienen que ver con nuestro estilo de vida, con el lugar donde al menos podía saltar de vez en cuando alguna chispa de felicidad. Se critica que muchos piensen más en la apertura de bares y terrazas, en el regreso a las calles, que en la apertura de colegios o de espacios dedicados a la cultura. Confío en que no estemos instalados, una vez más, en esa mirada torva y censuradora, en ese gusto por lo reprobatorio, que parece algo de lo que no nos podemos desprender tan fácilmente, ni siquiera en momentos tan duros como este.

La vieja normalidad permitía la conversación sin límites, los besos y los abrazos. También permitía el ritual de las cervezas. O la alegría compartida, sin barreras. Lo hemos perdido, esperemos que temporalmente, por un virus, pero eso no quiere decir que lo hayamos perdido ‘por hacer algo inadecuadamente’ en el terreno de los afectos. Son otras deficiencias las que se constatan. Y sería muy injusto que fuera la libertad cotidiana, lo que nos hace humanos, la factura que tuviéramos que pagar para sobrevivir en el futuro. ¿Acaso merecería la pena? Conviene, pues, estar atentos, a los momentos históricos en los que algunos se aprovechan de las circunstancias para torcer la mano de la gente.

Pero la libertad y la normalidad no pueden ir en contra de la realidad científica. La ciencia deberá situarse como la preocupación principal de los gobiernos, pues el bienestar y el progreso derivan en gran medida de ella. No sirven los parches, las alarmas, sino la prevención y el desarrollo científico. Las pequeñas libertades cotidianas naufragarían en un mundo de imprevisiones, en el que el colapso sistemático destruiría cualquier territorio personal, especialmente entre los más desfavorecidos. Si algo ha demostrado esta pandemia es que hay asuntos con los que no se puede jugar. Columnas del sistema que tienen que mantenerse a toda costa, pues ellas son las que soportan no sólo la salud de la gente, innegociable, sino la salud de las democracias.

Muchos creen que la normalidad que se avecina empeorará las cosas. Incluso superado el virus, el egoísmo y la cerrazón se instalarán entre nosotros, porque, como quien se protege bajo el caparazón, o como el niño que se tapa los ojos y cree que desaparece, solemos pensar que lo que no vemos, o lo que no miramos, simplemente no existe. Ojos que no ven… No parece la mejor receta. El mundo empeorará cuanto más egoístas seamos. La defensa del hecho tribal, como círculo protector, ya empezaba a ser moneda común. No ha surgido de repente. Hay muchos motivos para pensar que el mundo no llevaba la dirección correcta: antes de todo esto. Pero, al tiempo, también la globalización debe ser corregida. Una de las pocas profecías que parecen seguras es aquella que dice que, si no arreglamos nuestra relación con el planeta, no hay futuro posible. Esta es, creo, la única certeza. La única normalidad irrenunciable. Empecemos por ella.
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