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Peinando atardeceres

19/08/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Viajar por la provincia, cuando se vuelve a ella desde el exilio forzoso, es reencontrarse con la patria, concepto cada vez más diluido entre las nieblas del habla sinuosa de los políticos, para los que, según parece, la patria son los escaños y los puestos bien retribuidos. «La patria son los hijos» dice la colombiana Margarita García Robayo, y no será este cronista quien se atreva a discutirlo, aunque, según eso, aquellos que no son padres quedan excluidos y transmutados en apátridas definitivos.

Puede que la patria no sea sino el olvido. Una idea primigenia del mundo que llega a pesar tanto como la misma idea de dios, en los momentos en los que el individuo se siente más perdido. Y si no, que se lo pregunten a aquella generación de exiliados perdedores de la guerra civil nuestra, que se vieron obligados a vagar por lejanos países a los que acaso no se sintieron nunca del todo unidos, y reprochándole a la patria el haberles dejado irse. Como el poeta Blas de Otero, quien escribía en su ‘Redoble de conciencia’, aquel poema titulado ‘Lástima’ que tantos disgustos causó a los leoneses de Espadaña en su día. «Me haces daño, Señor. Quita tu mano / de encima. Déjame con mi vacío, / déjame. Para abismo, con el mío / tengo bastante. Oh Dios, si eres humano / compadécete ya, quita esa mano / de encima…».

Viajar por la provincia, para algunos, ya ancianos, como el cronista, es redescubrir el poso de una existencia que se marchita. Una trata de beber en todas las fuentes, de acaparar todos los frutos, de descansar en todas las sombras, y lo único que consigue es añorar a los que se han ido. Mirar los pueblos de los que apenas recordaba el nombre (Rucayo, Reyero, Primajas, Viego, Pallide, por ejemplo) y que jamás había visto, y comprobar que la patria no era más que eso, un montón de nombres que resuenan todavía hoy en la memoria, cuando ya se van olvidando casi hasta los nombres familiares y vecinos.

Peinando atardeceres uno se detiene en un bosque cualquiera, en lo alto de un puerto cualquiera y le vienen a la memoria voces y palabras que jamás había oído. Y esa es la patria, la necesidad de seguir vivos, de volver a olvidar lo más posible todo aquello que, de pronto vuelve del olvido. De peinar aquel cabello que ansiábamos peinar en aquellos atardeceres infantiles.

Decirle a dios como Blas de Otero: «¡Si pudiera yo matarte, / como haces tú…/ Nos coges / con las dos manos, nos ahogas…/ Matas, no se sabe por qué».
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