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Papá, ¿eres un mafioso?

04/12/2022
 Actualizado a 04/12/2022
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El plan no pintaba nada mal. El Largo me había prometido un cocido maragato si le acompañaba a lo que él consideraba «el marrón del día», que era hacer fotos en una romería a celebrar en San Justo de la Vega. Contemplando la Maragatería desde aquel alto, con el Teleno al fondo recortando eternamente el horizonte, ya casi me relamía pensando en los garbanzos mientras veía subir a Santo Toribio por la cuesta. En un alarde de profesionalidad, El Largo había sugerido que subiéramos antes de la procesión, para que al fondo de la fotografía apareciera la versión skyline de Astorga. Debió de ser justo en el momento que el santo y la Virgen del Rosario llegaban al Crucero cuando al Largo le sonó fatídicamente el teléfono móvil, que siempre lo tuvo desfasado incluso recién estrenado, fatídicamente porque la llamada era para endosarle el que sin lugar a dudas pasaba a convertirse en el auténtico marrón ya no sólo del día, sino probablemente del año.

El destino era una cantera de Galicia donde habían ardido dos hormigoneras y no había sido precisamente por autocombustión. El dueño de aquella cantera y de aquel periódico, de cuyo nombre no quiero acordarme, quería unas fotos de los dos camiones para enviárselas al seguro, y ahora pienso que nos hubiéramos ahorrado el viaje si entonces hubieran existido los teléfonos con cámara y la gente estuviera, como ahora, retratando su vida continuamente. El resultado fueron tres horas de coche para allá y otras tres horas de coche para acá. Cambiar el cocido maragato por una mariscada tampoco sonaba nada mal, la verdad, pero no compensaba tanto viaje. Pese a ello, no tenía alternativa, así que lo acompañé con resignación y mucha sorpresa, porque aquello fue algo así como pasar sin transición de un documental etnográfico sobre las tradiciones y los cancioneros populares más enraizados en nuestras comarcas a uno de los capítulos más duros de Los Soprano, para muchos la mejor serie de la historia de la televisión.

Aparecimos en la cantera en cuestión. Los camiones se alineaban como soldados en formación y, al fondo, dos de ellos mostraban sus esqueletos carbonizados. Tan negros estaban que no se podía saber si llevaban años así o los habían quemado la noche anterior, aunque eso lo tendría que decidir el seguro para el que El Largo tenía que hacer las fotos. A la entrada había una caseta de obra y, junto a ella, varios coches de alta gama. Salieron cinco o seis individuos, escarbándose los dientes sin disimulo y quitándose las migas de una empanada que no nos ofrecieron, seguramente de berberechos a juzgar por sus alientos y sus lamparones. Pese a su historial, no me daban miedo, pero sus barrigas tensaban tanto sus camisas que llegué a temer que, con los gases, algún botón saltase por los aires y me diera en un ojo.

«Son esos dos», nos dijeron señalando a los camiones tostados, conclusión a la ya habíamos llegado nosotros solos pese a que ninguno éramos precisamente sabuesos. «Algo suponíamos», me atreví a matizar. Y, sin ser sabuesos, suponíamos tanto que sabíamos también lo que allí estaba pasando y que aquello no era más que otro capítulo de la ‘Guerra del Hormigón’, como se bautizó la competencia caníbal por hacerse con los contratos para abastecer las obras de construcción de la autovía A-6, una batalla en la que hubo varios episodios similares, ajetreo de maletines e incluso un intento de asesinato a quien no se supo si es no quería maletines o es que quería más, aunque al final salió salpicado en otro turbio proceso. «Seguro que los malos son los otros», sentenció El Largo, y «zarpamos» de nuevo «quemando rueda» hacia León.

Recuerdo todo aquello al leer (obviamente por encima) el informe sobre el derrumbe de un viaducto de esa misma autovía, justo en la frontera entre Galicia y León. Hablan los técnicos del «cansancio del hormigón» y la «hidrodemolición» pero, por más que leo, no encuentro ninguna referencia al cansancio del contribuyente y, por lo que pude entender, con «hidrodemolición» no se refieren a los pueblos que quedaron anegados bajo los pantanos. No hay que menospreciar la literatura de los ingenieros, que consiguen llenar un centenar de folios sin que se entienda absolutamente nada para terminar concluyendo que la culpa de que se haya caído un viaducto 25 años después de su construcción, como ya sospechábamos pese a que seguimos sin ser sabuesos, no es de nadie.

Algunos de los que protagonizaron aquella ‘Guerra del Hormigón’ siguen ahí, y siguen también otros que heredaron sus formas y, en algunos casos, también sus contratos. Es fácil imaginar que poco ha cambiado desde entonces aquello que no vemos (no todo arde) y que, dentro de otro cuarto de siglo, harán informes con palabras aún más técnicas para justificar cualquier cosa que pueda pasar y volver a demostrarnos que la culpa sigue sin ser de nadie. En cualquier caso, las que a buen seguro seguirán ahí son las grandes constructoras que hicieron ese viaducto, ahora mutilado, cuyo derrumbe condiciona el transporte para muchas industrias, motivo por el que primero se preocuparon los políticos gallegos, que son los que las tienen, y luego ya los leoneses cuando vieron venir las críticas por su abulia. Esas multinacionales cotizan en el Ibex, cobran por solucionar los problemas que ellas mismas causan y se aprovechan de la debilidad, y la mediocridad, de nuestros dirigentes para seguir sangrando eternamente a la administración. Su festín es tan descomunal que desde hace mucho tiempo no se reduce al ladrillo o al hormigón, sino que diversifican su negocio para completar sus beneficios y, como en Los Soprano, entran de lleno en el negocio de la basura. Las huelgas, cánones, consorcios, censos y disoluciones de las que últimamente hablan los periódicos se van a traducir, por ejemplo, en que a todos los leoneses nos va a subir la factura por usar los contenedores. Tranquilos: no será en breve. Da la casualidad de que sucederá después de las próximas elecciones. No hay que olvidar que, cuando a Tony Soprano sus hijos le preguntaban si era un mafioso, les respondía con la resignación de un padre que ha repetido un millón de veces lo mismo: «No, cariño, yo soy gestor de residuos».
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