22/05/2020
 Actualizado a 22/05/2020
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Cuenta la historia que antes de entregarse a un convento, Santa Rita tuvo un mal marido que la prohibía socorrer a los pobres. En uno de sus intentos, él arrancó su ropa y milagrosamente, el pan que escondía bajo el vestido se había convertido en rosas. Hoy es Santa Rita. Patrona, entre otros, de los panaderos y abogada de causas perdidas. Causas perdidas hay muchas y cada uno las defiende como quiere, pero se lo ponen difícil a la Santa los que aporrean cazuelas vacías enrollados en banderas, a modo chirigota, por las mismas calles que conducen a otros a comedores sociales, donde verdaderos patriotas alivian hambres ajenas, sin bandera pero con cazuelas llenas de altruismo. Nunca la representación de un país fue tan denigrada como en estos grotescos disturbios, de los que camuflan su ansia de poder tras la palabra libertad, arriesgando la salud ajena y la paz que deseamos otros. A ésos, que no merecen más letras que las justas para expresar vergüenza, mejor regalarles olvido, quedarnos con el pan y las rosas y rendir homenaje a un gremio con el que estamos en deuda.

Hoy, mejor acompañar a los que cruzan la noche en el silencio de un obrador, el más antiguo que exista. Beber la sencillez del pan y del caldero de agua, sentir el cobijo del horno y el olor a trigo, madera y centeno. Guardar silencio para oír el quejido de la leña, el alboroto de las llamaradas y el runrún de ese flirteo, ese tira y afloja que manos y harina se traen en la artesa, donde la masa se niega y los dedos insisten hasta que, en un ritual perfectamente sincronizado, todo se vuelve manso, las llamas se hacen brasas y la masa se rinde a las manos del hombre, para ser ofrecida al fuego. La noche avanza, nuestro sueño fermenta y en el horno, los montes ya son rescoldo, cuecen trigales y se esponjan centenos, con las formas que el orfebre de harinas ha dado al campo.

Amanece cuando la panadería del barrio abre, oliendo a pan y dulces recién nacidos, anidando en blondas y cestas. El sol bosteza a lo lejos y se cruza al final de la calle con un hombre cansado que se dirige al sueño, llevando a la espalda la noche y el trabajo bien hecho. En alguna parte ondea su bandera, también rojigualda: trigales amarillos cuajados de amapolas, esperando morir para renacer en sus manos, convertidos en el pan del mundo. Ya sólo falta un reparto justo para que se cumplan los versos de mi compañero Juan Campal «…A nadie debería faltarle jamás pan en la casa, ni casa».

Feliz día a los panaderos. Pan y rosas para todos.
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