04/03/2021
 Actualizado a 04/03/2021
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Otra vez marzo amenaza primavera. El sol vuelve a acariciar y los almendros han estallado en su alegría imprudente. En diez días conmemoraremos el primer año de las rutinas aplazadas y los planes pendientes. Se ha volado el calendario y ha girado el mundo para volver a este instante de siempre en que el resurgir natural es el único triunfo palpable ante el yermo invierno que empezamos a dejar atrás. Todo ha pasado sin pasar estos doce meses. Continúan esperando los viajes cancelados, los reencuentros, los cumpleaños y el bullicio. Siguen contenidas las sonrisas bajo las mascarillas que anhelan la mañana de su liberación para iluminar de nuevo las miradas huérfanas de hoyuelos.

Decía Shakespeare que «lo que queramos hacer, deberíamos hacerlo en el acto de quererlo, porque ese ‘querer’ cambia y sufre tantas menguas y aplazamientos cuantos son los labios, las manos y las circunstancias por que atraviesa, y entonces ese «deber» vuélvese una especie de suspiro disipador, que hace daño al exhalarlo». No conocía el genio inglés las circunstancias de las pandemias posmodernas que tensan los impulsos. Querer y deber, esa es la única cuestión ahora con la que interrogar calaveras. «¡Ay! ¡Pobre Yorick!» Querer o deber, esa ha sido la única pregunta a la que encontramos según el día una respuesta. La única verdad del ahora tangible o la certeza relativa de cualquier mañana que llegará si es que un día viene. Es otra vez marzo de esperanza y al menos no lo veremos desde las ventanas, ni aplaudiendo en pantuflas las sirenas de luces que pasan, ni escuchando el silencio insoportable de una parca insaciable que siembra las conversaciones de ausencias desconocidas y conocidas.

Ha pasado un año y todavía no consigo tener claro si estamos perdiendo tiempo a la vida o ganando tiempo a la muerte. Si puede que todo consista en ser una de esas flores blancas de almendro, insultantemente temerarias, pero que al menos florecen.
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