Perdonen que insista tanto en la actualidad política norteamericana, pero es que es difícil no prestar atención a todo lo que está sucediendo en ese país. Por otro lado, casi todo lo que viene de allí acaba influyéndonos en mayor o menor medida (ahí tienen las doctrinas del populismo demagógico). Además, el mundo de hoy se ha vuelto tan pequeño que todo en él tiene relación, todo está vinculado, nos guste o no.
Así que Trump es un personaje más cercano a nuestra vida cotidiana de lo que podría pensarse.
Cuando escribo este artículo, Joe Biden acaba de renunciar a ser el candidato del Partido Demócrata. Su marcha había sido solicitada por muchos de lo suyos (supongo que no tanto por los rivales), especialmente después de los últimos gazapos del presidente. Ya dije en algún sitio que Biden me parece más clarividente, a pesar de su edad y de los problemas de salud que pueda tener (si es que los tiene), que Trump en el mejor de sus momentos, con su verborragia, su incontinencia y su egocentrismo. Pero reconozco que Biden, cuya presidencia también está muy lejos de ser perfecta, comenzaba a sembrar muy serias dudas en el ala demócrata.
Por si fuera poco, Trump acaba de ser santificado, o poco menos, tras librarse de una muerte segura tras un gravísimo atentado, como saben bien, en uno de sus mítines más recientes. Cualquier atentado es abominable, y, aunque es bueno recordar que allí murieron dos personas, hay que alegrarse de que Trump saliera indemne, o poco menos, del terrible ataque. Habría que pedirle ahora, por cierto, que cambiara su opinión sobre la posesión de armas de fuego, sobre las que no le he escuchado yo muchas críticas, más bien todo lo contrario. Una democracia armada hasta los dientes es mucha menos democracia. Y en Estados Unidos hay más armas que habitantes. No parece la situación ideal, por mucho que algunos (bastantes) lo presenten como una manifestación de la libertad individual y el derecho a la defensa.
Más allá de los fallos de seguridad, que sin duda habrán existido, estamos ante el resultado de esa presencia obsesiva de armas de fuego en uno de los países que, en efecto, han presumido siempre de ser uno de los representantes globales de la democracia. Pero nadie espera que Trump cambie ahora de discurso.
Tras convertir el apósito en su oreja herida en una especie de símbolo, de amuleto, si quieren, de la buena suerte, pero también del héroe elegido, Trump ha pasado de inmediato al contraataque en su nuevo mitin de Grand Rapids, en Michigan. Palabras, una vez más, poco educadas para Biden: o sea, en su línea. Arrogancia y vanidad, y, ahora, además, todo ello salpimentado por esa mano que, según él, le lanzó el Todopoderoso, con lo que se convierte en objeto de adoración, a medio camino entre un héroe de la Marvel y un santo súbito. Como en todos los milagros y las apariciones, lo importante es creer. Y Trump es ahora casi un semidiós (y no sólo de la economía, que es su reino). Ha cambiado el glamur del magnate, la atracción del charlatán, por la santa aureola para una buena parte de los norteamericanos. Esa oreja herida es ya la oreja más famosa de América.
Pero Trump viene de la televisión y la publicidad. Nunca ha dejado de utilizar esa experiencia en su acción política (tan poco ortodoxa, al menos a primera vista). Los asesores saben explotar muy bien esa vena populista, y, una vez superado el execrable atentado, habrán visto que el expresidente aparecía en el firmamento electoral como alguien imbatible. ¿Cómo batir en las urnas a alguien que ha esquivado una bala mortífera? ¿Cómo batir a alguien investido ahora, tras los ritos mediáticos, de una energía poderosa, casi sobrenatural, que añade a su condición de supuesto mártir, con la que a menudo se presentaba tras los avatares judiciales, la condición de víctima, héroe, patriota, profeta y ya prácticamente santo, todo ello en dos tardes?
Si algo maneja Trump a la perfección, es ese sentido de lo inmediato, el spot publicitario, el golpe mágico del taumaturgo. Magia o milagro, qué más da. Todo se parece como un huevo a otro huevo. Lo importante es lo que crean lo demás, el asunto emocional, el halo santificador. Y todo eso lo acaba de adquirir, aunque, bien mirado, ni siquiera lo necesitaba. Puede que ya no necesite ni siquiera su narrativa habitual, ni el recurso de los bulos, ni más golpes emocionales. Ya, ni eso.
Muchos se preguntan qué será de América. El fichaje de Vance, poco amigo de Trump en el pasado, para completar el ‘ticket’, ha provocado aún más estupor. Pero todo está bien calculado. Vance supone un guiño para los territorios del Medio Oeste, sacudidos por la reconversión (Trump habla de la industria automovilística, uno de sus mantras), y esos territorios votan por el republicano: clase media y obreros, votando por alguien al que creen uno de los suyos, aunque sea tan elitista como los demás. Bastan esas promesas que resuenan como anuncios publicitarios: inmigración cero (muros y más muros), industrialización a la vieja usanza (nada de cambio climático, chicos, eso tan molesto), y, los tradicionales en esos casos, la paz en el mundo y hacer América grande otra vez (signifique lo signifique, qué diablos). No se extrañen si promete reconsiderar cuanto antes la Ley de la gravedad. Algunos le aplaudirán a rabiar por ello, estoy seguro. El negacionismo y el terraplanismo indican que la ciencia (la física, sobre todo, con esa manía de imponer sin más sus leyes) no parece de su agrado.
En esas estábamos ayer cuando Biden decidió irse. Presionado por los suyos, y seguramente empujado por la santificación mediática de Trump en las últimas horas, el presidente ha renunciado al fin. Nadie sabe si es para bien o para mal. Porque, una vez pasada la primera pantalla, la segunda parece muy difícil: ¿quién puede sustituirle con garantías? ¿Alguien dispuesto a perder esta vez, con proyección de futuro? No, nadie se presenta para perder. ¿Alguien dispuesto a obrar el milagro, como el milagro trumpiano, ese que le asciende a los altares electorales entre el tremolar de banderas y las gorras rojas de tractorista? Nadie sabe si hay alguien así. Estados Unidos dirimía su futuro hasta ayer entre dos candidatos en la edad provecta. Uno, es cierto, aupado por el halo milagroso, entronizado por un nuevo heroísmo. Biden era una insegura seguridad, pero ahora todo es incertidumbre: algo que parece muy propio de este tiempo. Los demócratas cambian de caballo en medio del río, y Trump reparte doctrina de baratillo, desde su púlpito de charlatán en prime time, elegido santo para su parroquia antes que presidente de los Estados Unidos.