17/07/2022
 Actualizado a 17/07/2022
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Hay una hermosa canción de Hilario Camacho que mi amigo Fidel Tomé y yo solemos entonar a dúo cuando las tardes se vuelven espléndidas: «Tienes ya veinte años, cuerpo de ola, / y tu padre no quiere que salgas sola». Son ya décadas cantándole a ese cuerpo juvenil, que eso es evidentemente un cuerpo de ola, aunque antes de esa devoción por el oleaje carnal hubiera otra más real cuando de niños nos asomábamos a las playas del Norte, que es a lo máximo que podíamos aspirar entonces en materia de playas y de viajes. En ese mismo plano emocional, hubo más tarde olas luminosas de la mano de Sorolla, olas literarias firmadas por Virginia Woolf y una nómina notable de músicas con el sello de la nueva ola.

Aunque todo tienda a desvanecerse, lo juvenil inevitablemente, los recuerdos de la infancia por fortuna, las olas permanecen. No obstante, mudan su presencia casi omnipresente en el lenguaje y hoy nada de todo aquello reina en titulares. No, las olas y oleadas lo son ahora de calor, de virus, de turistas, de audiencias, de robos… nada que haga referencia a aquel emocionario primitivo, que no solo sepulta la edad sino también los objetivos teledirigidos. Sucede así que el término ola se ha cargado de un valor tremendamente peyorativo que invita a huir de él con solo nombrarlo. Mucho contribuyó a ello el descubrimiento tardío de que existían olas asesinas con nombre asiático, tsunami, esa ola de grandes dimensiones que todo lo arrasa filmada con efectismo por Juan Antonio Bayona. Por desgracia, es casi la primera imagen que se nos viene a la cabeza cuando de olas hablamos.

Aquella muchacha tenía, en cambio, sal en los ojos, sed en el vientre, caracolas de sombra y trigo caliente, la cortejaban los hombres por los senderos y le crecían amapolas en la voz. Fue entonces cuando su padre solo pudo desear que no durmiera sola. Fidel y yo la hemos amado mucho y por eso continuamos cantándole, a pesar de que los ritmos de la vida sean un poco más ajados. Se lo debemos a Hilario Camacho.
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