04/05/2020
 Actualizado a 04/05/2020
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No es que el confinamiento (sea la palaba adecuada o no lo sea, como discute Vargas Llosa) se haya acabado, ni mucho menos, pero este súbito ascenso del calor y la presencia en las calles y en los aledaños de los ríos de numerosos ‘runners’ (gente que corre, solíamos decir en tiempos) ha cambiado un poco el paisaje, la piel desnuda de las ciudades. Y puede que haya cambiado también un poco nuestro ánimo. Basta una mirada desde el balcón, el puente de mando en el barco que surca el terrible oleaje de estos meses, para avistar tierra por fin, y tierra habitada. Ahí están aquellos, que, con nosotros, hubieron de confinarse en el castillo, ya fuera en el de dura roca (eso nos parecía, aunque tuviera paredes de planchas de yeso), o en la nave imaginaria en la que navegábamos, lanzada a un periplo erizado de peligros, que se balanceaba como cáscara de nuez ante los elementos.

La libertad recién estrenada tiene sus límites, pero nos ha permitido pisar tierra firme. Nada que ver con las expediciones al supermercado, que tenían algo de bote arrojado al mar en medio de un tifón, ese sentimiento agobiante de un viaje heroico, aunque fuera breve. Pasábamos por calles conocidas como si fueran estrechos poblados de dragones. Atravesábamos alamedas y plazas mirando a todos lados con sospecha, evitando el encuentro, la proximidad, envueltos en una soledad obligada y embozada, transitábamos queriendo convertirnos en seres transparentes, como fantasmas de Coleridge. Con el deseo de regresar cuanto antes al cascarón protector, cuidando de no tocarnos la cara con las manos, como presos de una arcana maldición, cumpliendo con ritos nunca usados que ahora podían salvarte de la muerte, ejecutando liturgias de exploradores extremos, que se aventuraban donde los ángeles no se aventuran: la sección de harinas y derivados, por ejemplo.

Y ahora, de pronto, la libertad. O casi. Habrá mucho que hablar en el futuro sobre qué parte de nuestra libertad se verá afectada por este viaje infernal. Los que vaticinan el fin del capitalismo o de la globalidad (los virus, en cambio, son globales, quieras o no quieras) dibujan una sociedad de lo inmediato, una sociedad vecinal que se proteja de incursiones extrañas y viva en el conocimiento de lo próximo. Sin embargo, el mundo ha evolucionado lo suficiente como para no regresar de pronto a un paisaje medieval, en el que el movimiento sea considerado un peligro. La falta de movimiento es el ejemplo máximo de falta de libertad. Hay otros, pero ninguno como ese.

La alegría de los transeúntes, como nos enseñaban todas las pantallas el pasado sábado, tiene que ver con la recuperación de los espacios habituales, aunque fuera por una hora. No tiene que ver con la recuperación de la normalidad, sino con la nostalgia de la normalidad. En nosotros permanece el recuerdo vivo de cuando todo se truncó, en cuestión de días o de horas, como si esa imagen se hubiera quedado congelada, y lo que nos gustaría es recuperar exactamente el mismo paisaje, retrasar el reloj hasta aquel punto. De pronto hemos descubierto que no añoramos los momentos extraordinarios, sino tan solo los momentos normales. Parece fácil decir que lo pequeño y lo aparentemente insignificante suele ser lo mejor de nuestras vidas, pero esta crisis nos lo está demostrando con absoluta claridad. La nostalgia de la normalidad habla de paseos lentos bajo el sol, de conversaciones en cualquier esquina, de aquellas cosas que no necesitaban de un plan riguroso, sino que bebían de lo inopinado, de lo espontáneo, que suele ser lo mejor de la vida. La nostalgia de la normalidad perdida habla de lo cotidiano, no de lo extraordinario, ni siquiera de lo trascendente. Como suele decirse, no sabemos cuánto vale lo que tenemos hasta que lo perdemos.

Así que hemos recuperado al menos esta anormal normalidad, que no se parece a la que tuvimos, y ni siquiera sabemos si aquella volverá. Aunque, como también dijimos aquí la pasada semana, tal vez lo que sucede es que algunos aspectos de aquella normalidad estaban empezando a entrar en crisis. Quizás ya estábamos abandonando la alegría de lo espontáneo, de lo que no está sometido al escrutinio del miedo, tal vez nuestra libertad ya estaba siendo cercenada mediante múltiples herramientas y estrategias, y ahora ha llegado el virus para darnos la estocada casi definitiva. Por eso, tal vez no deberíamos sentir nostalgia de la normalidad perdida, aunque sea algo comprensible, sino de una normalidad anterior, domada y modificada por múltiples intereses. Seguramente tendremos que construir una normalidad que seguirá bebiendo de la nostalgia, pero aún más de los días remotos, del campo, del agua, de los afectos cercanos, de la pasión por la alegría. Lo que supone reinventarnos como seres humanos, pues si nada cambia el peligro de extinción es cierto, más cierto que en los días de la Guerra Fría.

Bienvenida esta pequeña libertad. Bienvenido este kilómetro, que es la distancia de rescate, el lugar donde empezamos a reconocer el terreno, las geografías íntimas. Salimos de la nave sellada llenos de incertidumbre, incapaces de leer los mapas como manuscritos, salimos como astronautas sobre un territorio hasta ahora prohibido. Pero no es esta una expedición de conquista, porque esa tierra no nos pertenece. Sólo es un lugar para compartir, un territorio común que no debemos contemplar como algo propio. El futuro se ganará cuando aprendamos a mimetizarnos con el paisaje, a ser parte de él, cuando busquemos el acuerdo y no la victoria.

Bendita sea la nostalgia de una cerveza en una terraza de verano. Y también la nostalgia de la conversación y los abrazos. Bendita sea la nostalgia de lo que no exige planes, ni reglamentos, de lo que es dulcemente espontáneo o absurdo, de ese andar por andar, de ese hablar por hablar. Los ‘runners’ regresan hoy quizás poseídos por el espíritu de Murakami, recorren la piel casi olvidada, quisieran no volver hasta completar hermosos maratones. El sol de mayo ilumina un mundo perdido, casi crepuscular, pero al fin reencontrado. La fragilidad es mala, pero, al menos, nos hace más humildes.

Muchos creen que esta es sólo la primera de numerosas batallas en camino, que pronto llegarán las urgencias del planeta, que son muchas, las tensiones que despertará el control derivado de las tecnologías, y volverán los discursos engolados, las solemnidades vacuas, las charlatanerías tantas veces diseñadas por estrategas de la confusión interesada. Hay que estar prevenidos ante el imperio de los dogmas y ante las trampas tendidas a la dulce libertad.
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