21/05/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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En más de una ocasión hemos dedicado esta columna al ahora ya difunto Obispo de Astorga Don Juan Antonio Menéndez, cuya muerte repentina e inesperada nos ha dejado sobrecogidos, con una enorme sensación de orfandad. Escribíamos entonces para denunciar las falsas acusaciones que se vertían contra él. No era preciso que muriera para que nos diéramos cuenta de sus muchas cualidades y virtudes, pero su muerte nos permite profundizar en las enormes injusticias que contra él se han cometido por parte de algunas personas. De ahí que nos atrevamos a aplicarle el apelativo de mártir.

Antiguamente los enemigos de la fe arrojaban a los cristianos a las fieras con el consiguiente derramamiento de sangre. Pero puede haber otro tipo de fieras que sin necesidad de dientes ni garras, sino con sus plumas y lenguas viperinas, pueden llegar a hacer tanto daño, incluso hasta adelantar la muerte. Lo reflejó muy bien el Arzobispo de Oviedo en la homilía del funeral de Don Juan Antonio: «Las heridas que deja la vida cuando nos zarandea la incomprensión, la calumnia, el ensañamiento, quizá no se perciben cuando los arañazos y desgarros quedan por dentro».

Don Juan Antonio no tiene ninguna culpa de lo que pudiera ocurrir en la Diócesis de Astorga hace más de treinta años, como algún caso de abusos a menores. Pero, además, afrontó estas situaciones heredadas cumpliendo escrupulosamente los protocolos establecidos. Sin embargo no faltaron las consabidas fieras que lo acusaban de encubridor, que han estado un día sí y otro también restregándole en la cara toda la basura, no tanto con ánimo de defender a las víctimas cuanto de hacer daño a la Iglesia y al Obispo. Y eso quema, desgasta, va dejando mella. Me vienen ahora a la memoria algunos nombres concretos del mundo de los medios de comunicación. Pueden ahora sentirse orgullosos, u orgullosas, de haber participado en este martirio incruento de un buen obispo.

Hace un año nos sorprendía Don Juan Antonio con la convocatoria del Año Diocesano de la Santidad. Es posible que no nos hayamos detenido a tomar conciencia de lo que esto debe significar en nuestra vida, si bien aún estamos a tiempo. Pero lo que nunca nadie podía imaginar es que en el transcurso de este año él mismo iba a figurar entre los santos de la corte celestial. Como tampoco pude nunca imaginar que la penúltima cena de su vida iba a tener lugar en mi pueblo, en casa de mi familia. ¡Qué tarde tan hermosa! ¡Qué privilegio haber podido disfrutar de la compañía de un santo y mártir!
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