Nueva perspectiva de León

César Pastor Diez
25/02/2021
 Actualizado a 25/02/2021
Hasta ahora solo había descrito la provincia leonesa con la imagen pesimista de sus pueblos abandonados, sus minas cerradas y sus gentes angustiadas por la incertidumbre de su futuro. Todo lo cual se avenía con mi talante pesimista por naturaleza. Miraba la botella medio vacía del pesimismo y no la medio llena del optimismo. Y ahora, después de reparar en la media botella optimista veo que la provincia de León es todo un mundo donde es cierto que abunda más lo bueno que lo malo. Bastaría mirar la copiosa producción agrícola de la zona del Bierzo, donde se cultivan toda clase de frutas y las legumbres bañezanas, sobre todo –¡ay!–, las alubias pintas más sabrosas del mundo cuando se aderezan con chorizo y morcilla, aunque también son deliciosas en ensalada, mezcladas con escarola, rodajas de zanahoria y daditos de jamón. ¡Cuánto he soñado con las alubias pintas de mi tierra! Y muchas veces las he comprado envasadas a kilos en bolsas de tela.Además en el paisaje leonés hay bosques de brañas y abedules con sus troncos blancos salpicados de pecas negras; en el Oeste de la provincia, las rojizas Médulas como una réplica del Gran Cañón del Colorado. Y en este tiempo invernal, en las zonas altas, la inmensa manta de bosques de coníferas surgiendo de los blancos tapices de nieve, como un interludio vegetal entre la llanura y las rocosas cumbres de la sierra. Si yo fuera algo más que un viejo inútil y cascarrabias, acudiría en persona para perderme en aquellas regiones encantadas, desconocidas y misteriosas, en aquellos barrancos y torrenteras ocultas entre la frondosa vegetación espontánea con todas las gamas del verde, del amarillo y del rojo.

Hace unas semanas mi buena amiga Isabel Herrera me envió unas fotos tomadas por ella misma de la estación de esquí de San Isidro, precisamente donde poco después se produjo un alud que sepultó a dos trabajadores, uno de los cuales creo que murió. Ahora me ha enviado un grupo de fotografías de la provincia leonesa en que aparecen valles deliciosos para vivir y soñar; hermosos pueblos con todas sus casas de piedra labrada y ropa tendida a secar en los rústicos corredores sostenidos con postes; junto a las casas, algunos hórreos bordeados de altas flores y en el fondo, la impresionante cadena montuosa de los Picos de Europa que la provincia leonesa comparte con las gallardas Asturias. En las laderas de la montaña entre la espesa vegetación, escuchando el monótono rumor de las límpidas aguas saltarinas de los arroyos bordeados de hayas, chopos, sauces, helechos y musgos, la fragante falda de la colina poblada de azules espliegos, que son materia prima para toda clase de perfumes. Y en otro paisaje, el embalse prisionero en un circo de montañas.

Para el mediano conocedor de nuestra tierra, aquella maravillosa sinfonía de luz y color tiene la significación inmediata grandiosa de una provincia que se ofrece a nuestros ojos, como doncella enamorada, para que gocemos placenteramente de sus encantos. Y desde aquellos remotos confines del horizonte, adonde mi tío Eugenio me llevaba alguna vez de excursión, se divisaban entre brumas (o tal vez sería mejor decir se adivinaban) las lejanas siluetas de las góticas torres catedralicias de León.

Al nacer nuestra civilización, en el oscuro período en que la sociedad no había entrado todavía en el proceso de su organización civil y en que ningún sentido de universalidad, salvo el religioso, neutralizaba el primitivo sentido familiar, el campanario que se veía asomar a lo lejos por encima de la llanura o en lo alto de las colinas distantes, era ya un pueblo extranjero. Para cambiar ese estado de cosas y esa intimidad del sentimiento concentrado en el terruño, ¡cuántas guerras y revoluciones, cuántas invasiones, qué enorme trabajo educativo, cuántas convenciones políticas y sociales se han necesitado en el curso de los siglos! Pero también cuántos esfuerzos, cuántos sudores, cuántas angustias habrían sido inútiles si todo eso no hubiera servido para nada y llegara algún día a desintegrarse!, lo cual resulta improbable aunque no imposible, ya que en este país, cada político que blasona de demócrata atiranta la cuerda cuanto puede, sin pensar que esa cuerda puede romperse y mandarlo todo al mismísimo carajo. La proliferación de partidos políticos en España denota el escaso afecto que nos tenemos los españoles entre nosotros mismos. Echemos una mirada a los países del mundo occidental al que decimos pertenecer y en los cuales solo florecen dos grandes partidos: Estados Unidos, republicanos y demócratas; Reino Unido, conservadores y laboristas; Alemania, social-demócratas y cristiano-demócratas; estos son los países en cuyo espejo deberíamos mirarnos, porque es verdad que la excesiva disgregación debilita y que la unidad refuerza.

Ya sabemos que en cada momento histórico lloran los que padecen miseria, los que temen al infierno eterno, los que creen en algo, los que no saben en qué creer, los que ansían saber más, los que no saben nada, los que mandan, los que obedecen, los que matan y los que mueren. Y el antídoto contra esta pandemia social solo está en la desinfección de nuestra mentalidad colectiva. En fin, resignémonos con lo que tenemos sin buscar tres pies al gato y sigamos pagando el IVA religiosamente, aunque nos parezcamos un poco a los habitantes de la aldea de Stepanchikovo, de Dostoievsky, a quienes solo se les permite ser felices cuando aceptan pagar un tributo mensual al matón del barrio para que les deje vivir tranquilos.
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