22/02/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Todo empezó en el rellano de la escalera. «¿Qué tal? ¿Sabes que estoy en una obra de teatro que ha tenido muy buenas críticas?», me dijo mi vecino mientras el perro (y los niños) tiraban de él escaleras abajo. «Si quieres venir, avísame». Yo sabía de una manera difusa que mi vecino era actor. Que trabajaba en una librería para pagarse su carrera de actor. Me quedé intrigada. Lo llamé. Me consiguió entradas. Y entonces lo vi en el escenario.

Para empezar el teatro Abadía impone, una antigua iglesia, con sus techos altísimos. Después, una obra de Sartre, la única comedia que escribió, 'Nekrassov'. Eso también me intrigaba porque Sartre no es reconocido por su humor precisamente. Luego estaba el texto, brillantísimo. Ese diálogo entre el director de un periódico y el plumilla. Pongámonos en situación: París año 55. Después de la Segunda Guerra Mundial, empieza la Guerra Fría. Los comunistas son los malos de la película. En el diario conservador, el director abronca al curtido periodista que se encarga de la quinta página: la dedicada a difamar a la Unión Soviética y al comunismo, en la que se publican historias inventadas, mentiras, fotos falsas. Y le espeta: «Pero ha puesto una foto de mujeres rusas haciendo cola delante de un mercado, ¡y algunas SONREÍAN! ¡Cómo se le ocurre! Tenía usted que haberle cortado las cabezas. En la Unión Soviética no se sonríe nunca».

El gran tema de la obra es la manipulación informativa. La historia gira en torno a un estafador: finge ser Nekrassov, un ministro soviético que ha decido pasarse al lado occidental, y vende sus exclusivas al periódico conservador. ‘El soviético que elige el lado bueno’. ‘Nekrassov desvela la lista de franceses que serían ejecutados si la URSS llegara al poder’. Es todo una gran mentira. Una mentira que se publica en un diario mentiroso. En su momento la obra no tuvo éxito: el público burgués se veía demasiado bien reflejado y percibía que Sartre se reía de él. Pero hoy, en la era de las ‘fake news’, es un texto de una vigencia absoluta. Además, dramatizado con actores magníficos: ágiles, flexibles, creíbles. Divertidísimos. Se movían por el escenario en una coreografía bien acompasada. Sin titubeos ni fallos. La sala estaba llena y el público aplaudió con entusiasmo desbordante. Yo hubiera pedido un bis, ¿por qué no?, que repitieran uno de esos diálogos rapidísimos y surrealistas. Mi vecino me saludó desde el escenario. Y me sentí orgullosa, orgullosa de una forma naíf, de tener un gran actor como vecino.
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