19/02/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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A parte de en los periódicos, como es lógico, algunas de las mayores mentiras que he leído en toda mi vida están en la ConstituciónEspañola, empezando por «todos los españoles son iguales ante la ley» y siguiendo por «todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna». Otras grandes mentiras las he aprendido en la calle, en boca de las madres de mis amigos como «en la discoteca no se os ocurra beber ni Coca-Cola, que igual os echan droga», o en boca de los fontaneros con su «me paso por ahí el lunes sin falta». En cualquier caso, por mucho que se titulen, se repitan o se incluyan en la Carta Magna, las mentiras siguen siendo mentiras, aunque aquí mienta hasta el refranero popular cuando dice que las mentiras tienen las patas muy cortas. Hay demasiados ejemplos de mentiras de largo recorrido y alta velocidad. Resulta muy peligroso el roce con la mentira, su aceptación por parte de la sociedad, su inclusión en nuestros hábitos como una parte más de nuestra identidad, a no ser que queramos vivir en una eterna partida de mus. Quizá por eso, para no mentir a sus ciudadanos, para resultar un poco menos hipócrita que el resto de los gobiernos europeos, Rumanía decidió aprobar una ley por la que directamente se despenalizaba la corrupción, marcando el límite para ser juzgados en los casos en los que la cantidad sustraída fuera superior a 44.000 euros, una cifra que puede parecer escogida por criterios jurídicos, pero que beneficiaba directamente a varios de los altos cargos del partido en el poder. «Están desafiando nuestra dignidad y estamos cansados de que nos mientan», decía a los periodistas internacionales una de las millones de personas que se manifestaron en varias ciudades rumanas, aunque en realidad lo que estaba haciendo el gobierno era dejar de mentir para poder robar a sus contribuyentes sin esconderse, amparado por la ley. Tras las protestas, el polémico decreto tuvo que ser retirado, pero la corrupción no ha desaparecido del país y la mentira tampoco. Noticias así parece que sólo pueden ser posibles en sociedades más atrasadas que la nuestra, aunque un humilde vistazo a nuestro alrededor, da igual local que regional o nacional, nos debería hacer plantearnos quién está en realidad atrasado. Aquí parece que algunos se han familiarizado demasiado con los delitos, como si fueran trastadas de un niño gamberro, haciendo del pecado un hábito y permitiendo que la corrupción y la mentira entren a formar parte de nuestra cotidianidad. Se ve en las sonrisas de casi todos nuestros políticos, de casi todos los partidos (desde concejales a diputados, desde alcaldes a presidentes, pasando por procuradores, consejeros, ministros, ministras y también los que aspiran a ostentar alguno de esos cargos), posando para las fotografías junto a empresarios imputados por sobornar a sus similares a cambio de contratos millonarios en la mayor trama de corrupción política de la historia de este país, una trama que descubrió hace ocho años un juez que, hasta esta semana, era el único condenado, para que nos quede bien claro que todos los españoles somos iguales ante la ley.
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