09/08/2022
 Actualizado a 09/08/2022
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Hace una semana despedíamos a una joven ponferradina de treinta y ocho años, Mónica Domínguez Blanco, periodista y reportera de televisión. Los distintos medios de comunicación y redes sociales se hicieron eco de su muerte, siendo unánime el cariño y la admiración hacia ella así como la tristeza por su inesperada partida. Mujer de gran vitalidad y entusiasmo, no es de extrañar que algunos le dedicaran frases como esta: «Acaba de morir esta sonrisa eterna, una de las personas más cariñosas, buenas y transparentes que he encontrado en esta profesión».

Por ser feligresa me tocó, como dice el Ritual de Exequias, «cumplir con el deber de dar sepultura al cuerpo de nuestra hermana» y, aunque uno esté acostumbrado a repetir este ritual casi cada día, confieso que me produjo una conmoción especial y de pronto me dije: la próxima columna del periódico irá dedicada a ella. Ciertamente no es la única persona joven que se muere y son muchos los padres y familiares que experimentan en su corazón ese dolor indescriptible de despedir a un ser querido. Que conste que utilizado deliberadamente el verbo ‘despedir’ en lugar de hablar de ‘perder’ a un ser querido. Y es que cuando alguien muere no se pierde, simplemente se despide. Porque el amor de Dios es tan grande que va más allá de la muerte y no quiere que nadie se pierda.

A todos nos impactó uno de los últimos escritos de Mónica, profético y premonitorio, en las redes sociales a mediados de julio, con una foto suya con su fiel amigo, el perrito Lión, en la ermita del pico Aquiana, montaña sagrada. Al ver cómo ahora esos bellos paisajes eran devorados por el fuego, nos decía: «Aunque arde el alma, no se ha quemado todo. Además lo que muere siempre vuelve a nacer». Estamos seguros de que Mónica ya ha vuelto a nacer.

Y aunque nos estremecía el ver depositar sus restos en aquel nicho a ras de suelo, ante la mirada triste de todos, también de su fiel amigo Lión con el que decía que la vida se lleva mejor, en realidad Mónica ya no estaba allí. Amiga de viajes y aventuras, en el mismo instante de su muerte inició su último y definitivo viaje, que no es un viaje hacia ninguna parte, sino al corazón de Dios, hacia una vida distinta, pero real, en la que cobran sentido todas las cosas buenas que se han hecho a lo largo de los años y donde la sonrisa ahora sí que se convierte en eterna. Antes o después todos tenemos que hacer ese viaje y no podemos conformarnos con mirar hacia atrás como si todo quedara reducido a bellos recuerdos. Morir es entrar en la vida que ya nunca se acaba.
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