26/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Si volviera a nacer… quizás me haría ebanista, al menos carpintero. Quizás. Quién sabe. Nunca he pasado, en este ámbito, de serrar algunos barrotillos y clavar en ellos las puntas necesarias, sin embargo, siempre he creído que este trabajo manual con la materia debe ser propicio al pensamiento, pues centra la atención y absorbe los ruidos secundarios. Óscar Palmer, el protagonista de ‘Love is a game’, serenaba su ánimo y encontraba la calma ante un futuro incierto, que no llegaba a comprender, en el contacto de sus manos con la madera.

Aun siguiendo un patrón, cada silla, cada mesa, cada mueble fabricado por el carpintero o ebanista era único, diferente dentro de medidas y semejanzas. Luego llegó la revolución industrial, las fábricas sustituyeron los talleres de artesanos, las máquinas precisas expulsaron al escoplo y a la gubia y la producción en masa acabó con el trabajo que con paciencia extraía cada voluta de serrín.

Ciertamente, esta producción, reproducción de iguales, abarató los costes y permitió que las familias pudieran amueblar sus casas con aparadores, cómodas, cabeceros de cama, descalzadoras, escritorios y mesitas de noche. Aunque el precio a pagar por este bienestar confortable fue la pérdida de toda autenticidad, la confusión de casas, se dio por bien pagado.

Pedro Salinas ya advertía a su amada del peligro de aceptar los regalos que las fábricas repiten por millares. Regalos envenenados que erradican cualquier diferencia. Y no olvidemos que el pensamiento se despliega y desarrolla descubriendo las diferencias. Casas amuebladas igual, cabezas igualmente amuebladas.

Faltaba un paso más en el proceso de eliminación de toda disidencia. Llegó con los módulos. La zanahoria fue la misma: tan barato que todos –casi todos– podrían permitírselos. Un módulo puede ser sustituido por otro sin que se note el cambio. Y el plan para el fin de semana fue la excursión a Ikea.

Sentados frente al lago de la Casa de Campo, hablo con el poeta Rafael Saravia sobre este mundo nuestro y le digo que el adjetivo que mejor cumple a nuestra sociedad es el de modular. Primero nos hicieron iguales, ahora ya somos intercambiables, sustituibles.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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