21/02/2021
 Actualizado a 21/02/2021
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Bajé del tren a primera hora de la mañana. Frescor. El andén estaba despejado. Apenas un guarda de seguridad y yo mismo. Estornudé. Por razones biológicas que no requieren explicación, retiré la mascarilla para sonarme los mocos. El guarda vino hacia mí como una centella y me advirtió de que no podía estar allí sin la dichosa prenda o lo que sea. «Estoy sonándome los mocos», dije. «Usted sabrá, pero póngasela en cuanto termine», respondió.

El mundo se ha convertido en un pañuelo lleno de mocos y cada cual hace lo que puede para contribuir a ese espectáculo pringoso. Naturalmente, hay diferencias entre el exceso de celo de un guarda de seguridad y los resultados de la ultraderecha en una elecciones autonómicas, pero tampoco hay gran distancia, son mucosidades muy semejantes. De hecho, otro efecto de la globalización ha sido ése: la fácil transmisión de secreciones viscosas de un extremo a otro del planeta y desde unos comportamientos alejados hasta otros mucho más cotidianos. Por fortuna, las dichosas mascarillas nos evitan observar en crudo una parte de esas congestiones, salvo las mías, que soy un maleducado y por eso me llaman la atención en el andén de las estaciones. Debo confesar que también me han reconvenido por fumar o por comerme un bocadillo. En cambio, al parecer no hay problema ni riesgo de resfriado ni ofensa en que me obliguen a quitarme la ropa de abrigo, introducirla en el escáner con otras prendas y equipajes en plan orgía y volvérmela a poner en comunión con potenciales virus propios y ajenos. Según los guardas de seguridad, «es lo que toca».

Si no fuera por la mala leche que se adivina detrás de algunos procederes, bien podría decirse que estamos ante una regresión infantil como tantas otras que se suceden desde que se inventó el cine familiar. Mucho tiene que ver con cuando éramos niños o niñas lo de comerse los mocos, que por cierto dicen ahora los expertos que es algo sanísimo. Incluso hurgarse la nariz. Y recomiendan además hacerlo con orgullo.
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