01/04/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Nada parecen tener en común Esquilache y Caracalla. Pero lo tienen: ambos pasaron a la historia relacionados con un asunto de vestimenta. Del primero es bien sabido que prohibió el uso del chambergo y la capa larga, excusa que el pueblo encontró para manifestar un descontento que no era nuevo y no se llamaba sino hambre. Más desconocido es probablemente que Caracalla era un apodo que aludía a la capa larga de origen galo que introdujo en su vestuario. Fue, por supuesto, un nombre que jamás utilizó el emperador quien, además, tuvo dos nombres bien distintos en su vida. Nacido Lucio Septimio Basino, terminó su vida (asesinado) siendo Marco Aurelio Severo Antonino. A Caracalla se le recuerda hoy menos por haber sido el impulsor en el año 212 del edicto que lleva su nombre mediante el que otorgaba a todos los hombres libres del imperio la ciudadanía romana (con el aumento de los ingresos que ello comportaba para las arcas del Estado) que por las termas que llevan su nombre en Roma. Durante algún tiempo, no mucho, fueron las más grandes de la ciudad. Pero a finales del siglo III otro emperador, Diocleciano, encargó la construcción de unas nuevas que, por supuesto, superaron a las de Caracalla. Roma (y el mundo en general) siempre fue un corral de gallos. Por su situación, allí donde empieza la Vía Apia, libres de construcciones aledañas, las termas de Caracalla son un fabuloso complejo de ruinas capaces de rivalizar arquitectónicamente con cualquier construcción posterior. Y no solamente por las trece hectáreas que ocupan sino por las impresionantes dimensiones que muestran sus restos que, además, albergaban enormes esculturas. Entre ellas el denominado Toro Farnesio, copia tardía de un original griego del siglo II a. C. Veinticuatro toneladas de mármol, más de 4 metros de altura y 3 de base, para representar el suplicio de Dirce, a quien los hijos de Antíope ataron a un toro salvaje para compensar el sufrimiento soportado por su madre. Cualquier guía que uno utilice proporciona los datos que a uno puedan interesar: su capacidad, el uso de las distintas estancias, los materiales de construcción, la procedencia del agua, el sistema de calentamiento de las salas, el número de hornos… Pero nada vale más la pena que pasear por el recinto, que los romanos usan en verano como increíble lugar para disfrutar de la música. Y, sobre todo, resulta imprescindible mirar al suelo. Por su hermosura, pavimentado con mosaicos maravillosamente compuestos, y por las preguntas que a uno le sugieren. Son un ejemplo único de arte musivaria mayoritariamente geométricos con una combinación de colores magnífica escogida para acompañar al mármol de Carrara: granate pavonazo, verde serpentino, amarillo, pórfido rojo. Las termas se construyeron en 5 años y su pavimentación, con terremoto por medio, tiene una antigüedad de 1800 años. Los mosaicos van saliendo a la luz y recuperando su brillantez en campañas sufragadas por empresas como Bulgari, gracias a la que hace dos años se pudo abrir el mosaico del gimnasio. En el Ayuntamiento de León deberían darse un paseo por las termas de Caracalla o llamar a la puerta de Bulgari. A ver si de una vez dejamos de hacer el ridículo.
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