dario-prieto.jpg

Mi nuevo descapotable

14/08/2022
 Actualizado a 14/08/2022
Guardar
Este verano me fijé en que los conductores de descapotables andan siempre con mala cara. Cuando cruzo un paso de peatones y hay uno parado en el semáforo, con su cabeza a una altura inferior a mis gónadas, sus gafas de sol y algún otro adminículo ‘ad hoc’ para el manejo al aire, reparo en una mueca suya, como de estar oliendo deyecciones frescas. A veces adelanto a otro con mi tartana semidestruida y parece que le acaban de sacar una muela. Si acaso un tercero se monta en su deportivo en un parking por el que estoy dando vueltas buscando la salida lo hace indefectiblemente como si entrase en un aparato de tortura.

Al principio pensaba que era mi sesgo de confirmación: por alguna extraña razón esa teoría se me había instalado en la sesera y sólo tenía ojos para quienes validaban dicha hipótesis. Pero, aburrido por esta dinámica estival de masajearse las también citadas gónadas, he desarrollado otra conjetura: si me encontrase a un conductor de descapotable feliz, sonriente, guapo o amable, el gen malvado que algunos tenemos desarrollado se me dispararía. «Menudo soplapollas», le diría sin abrir la boca. No sólo posee un vehículo con el que puede disfrutar de recorrer hermosas carreteras mientras el viento acaricia su perfecta y nada alopécica melena, sino que además tiene la insolencia de restregarlo a los demás.

Los conductores de descapotables deben conocer este mecanismo mental. Seguramente ellos mismos lo desarrollaron antes de adquirir un biplaza de maletero ridículo. Sienten las miradas envidiosas y despectivas de los poseedores de monovolúmenes familiares con la carrocería pegada con cinta de embalar. Así que hacen el paripé del sufrimiento. Si alguien les preguntase, denigrarían su automóvil como a un hijo tonto. Sí, está chulo, pero no vea lo que consume. O ya no hay piezas de recambio y a la próxima avería lo llevo al chatarrero. Y mientras, pum, patadita (tampoco excesivamente fuerte) al guardabarros

Si yo tuviese un descapotable lo dejaría aparcado en el lugar más cantoso posible (cubierto con la capota, eso sí, que esos asientos son un imán para las cagadas de pájaros y los escupitajos) y lo abriría desde una distancia lejanísima, acaso con un mecanismo para que en vez del ‘bip bip’ sonase el ‘Romeo y Julieta’ de Prokofiev a un volumen que contraviniese el umbral máximo de decibelios permitidos de varias ordenanzas municipales y autonómicas. Justo en ese momento le hago otro rayón a mi tartana que me saca de mis ensoñaciones descapotables de la lechera.
Lo más leído