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Metales en el corazón

04/12/2021
 Actualizado a 04/12/2021
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A falta de otras lealtades, y siempre con la debida cautela, uno se debe a sus raíces, a lo que sintió y conoció en su hogar, a los aromas, la música y la niebla que embriagaron su juventud. Aquello que acabó configurando las fobias y simpatías que defendemos, con más o menos convicción, durante la madurez. Viene esto a cuento de esas manifestaciones, con frecuencia violentas, protagonizadas por los trabajadores del metal en Cádiz. Tanquetas al margen, puestos a elegir entre las fuerzas de orden público y los curritos, siempre me quedaré con los segundos. Y no porque piense que entre ellos no haya fulleros o gandules, o por un trasnochado sentimiento de clase, sino porque al verlos con sus tiragomas y sus rostros embozados tras los contenedores, me vienen a la memoria episodios que viví en los años ochenta camino de la Universidad: durante las batallas campales (no se les podía aplicar otro nombre) que se desarrollaron en el dramático proceso de cierre de los astilleros de Euskalduna. Me veo atravesando el puente de Deusto mientras una pantalla de grises protegía a los peatones, oyendo el clonk, clonk de los rodamientos que, lanzados desde los muelles, chocaban contra el plástico de sus escudos. Lo irónico del caso es que dejaban de tirarlos si pasabas solo, por lo que la protección policial terminaba por ser más peligrosa.

Pudiera parecer que, en estos tiempos líquidos y digitales, estas cosas resultan anacrónicas, pero no nos llevemos a engaño: la vida sigue asemejándose a lo que, en ‘El bueno, el feo y el malo’, Clint Eastwood le decía a un rufián mientras masticaba su puro cimarrón: «El mundo se divide en dos categorías, Tuco: los que tienen el revólver cargado y los que cavan. Tú cavas». Cambien revólver por dinero y habremos iluminado la esencia de las relaciones laborales.

Algunos días, cuando me piraba alguna clase y regresaba más temprano a casa, veía el puente desnudo, sin asomo de refriegas: era la hora en que obreros y policías pactaban un descanso para comerse el bocadillo. No hay calma más profunda y estremecedora que la que retumba en el corazón de una tregua. A veces sucede eso, milagrosamente pasa que quienes se acribillan o se golpean toman conciencia de que todos son víctimas. Que a lo que aspiran, en el fondo, es a llevar un trozo de pan a sus hijos y a que, de una puñetera vez, les dejen de amargar la vida.
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