06/01/2018
 Actualizado a 10/09/2019
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La Navidad bien podría ser una gran obra de teatro escrita a la medida del hombre para alimentar su sed de inocencia. Sus árboles desnudos, la blancura sagrada de la nieve, el fuego, son símbolos que presagian un regreso al origen.

Esta obra, ficción o realidad tripartita, comienza con el solsticio de invierno que los cristianos celebran con el nacimiento del Hijo de Dios. Creyentes o ateos ven en este tránsito al frío el misterio de la existencia. Lo que nace es la vida. Tiene algo de divino saber que todo tiene un principio presagiado por una estrella. En esa intersección que avanza desde el nacimiento a la magia, damos fin a un ciclo y comenzamos otro nuevo. El cambio de año es una invitación a la catarsis. Un momento para desprenderse. Aunque no queramos hacer balances e incluso en el caso de evitar nuevos propósitos –casi siempre fallidos incluido el de enmienda–, uno suele reflexionar en todo lo vivido durante 365 días y sus noches. Sus claridades y sus penumbras, las presencias y las ausencias, las ganancias y las pérdidas que ha vivido en el recorrido de una traslación. Es la ocasión perfecta para vaciar la maleta y despojarnos de lo que ya no nos sirve, lo que nos hace daño. Hacemos limpieza para esperar el futuro. Nos quedamos con la esencia y un espacio en blanco para ser capaces de volver a empezar, aunque la mayoría de las veces sólo continuemos el camino.

Por último, llega la magia. Un alegato en favor de la ilusión. Quien crea que el día de reyes está pensado en exclusiva para que los niños sean felices está muy equivocado o se ha hecho muy mayor de repente. Todos necesitamos alegría. El verdadero regalo es el tiempo ofrecido de quien piensa en nosotros y nos ofrece lo mejor que puede dar.

Hoy es una mañana para tirar la sensatez por la ventana. Los tres magos de Oriente no eran en la Antigüedad precisamente reyes, sino un grupo de hombres sabios que estudiaban las estrellas en busca de Dios. La magia, en este caso, es un puente entre lo humano y lo divino, entre lo que tocamos y lo que sentimos, entre nuestros límites finitos y la eternidad.

Los niños son capaces de sentir esta magia de un modo natural. Nosotros debemos invocarla, porque duerme en nuestro interior como duerme la vida dentro de cada árbol desnudo que se viste de invierno. Podría parecer una naturaleza muerta. Esto me recuerda un haiku que escribí hace años: «Que no están muertos/ que sólo están dormidos/tú dales tiempo».
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