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Los malos tiempos

02/05/2021
 Actualizado a 02/05/2021
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A los que creían que la política era la manera de hallar el bienestar social como fin obligado del ejercicio público, se les está cayendo el alma a los pies. Y no porque se encuentren cansados de tanto mamarracho e incompetente que puebla la selva en que se están convirtiendo los partidos, sino porque la cosa ya pasa de castaño oscuro. Se está llegando al ‘todo vale y al precio que sea’ y eso es la tumba de la democracia y, por consiguiente, de la consideración entre las personas.

Se comienza con las mentiras –unos mienten más que otros–, se continúa con las calumnias y se acaba a pedradas o a botellazos. Y si se trata de un cuerpo a cuerpo, a garrotazos. Ello, sin contar la menesterosa adjetivación repetitiva, que tanto empobrece el lenguaje de quienes no ven más allá de sus narices. La izquierda, en esta materia, viene perdiendo la frescura oral, la originalidad, algo que debería exigírsele a cualquiera que se abrace a este modo de vida a costa de los impuestos, segmento de confort y privilegio para la mayoría de los sujetos implicados. No de todos, que también hay excepciones.

El término fetiche de las izquierdas es, ahora, el de fascista, y para aquellos que no piensan como quienes lo pronuncian, un insulto entreverado más. La derecha, al completo, es fascista. Perniciosa. Entre fascista y nazi anda el juego. Y es el mayor embuste desde que la democracia asentara sus reales y la Constitución, como catecismo invariable y común, garantizase la libertad de pensamiento del individuo. Y el orden, que hay quien se olvida de ello.

Y ocurre, que el comunismo es la mejor prueba -y las decenas de millones de muertos lo atestiguan- del fascismo tiránico. En España el ejemplo estuvo en las checas, en el asesinato de curas, monjas y civiles, en la quema de conventos, en la profanación de cadáveres y de todo aquello que se les pusiera por delante a aquellos ‘abanderados’ de la libertad. Si Franco, con su actitud totalitarista, se fue a la yacija con un testamento atiborrado de cárceles, cunetas y paredones, los contrarios no fueron, precisamente, las hermanitas de la caridad.

Aquello pasó –y es legítima la reivindicación de los perseguidos–, pero es hora de cambiar el paso. O, visto lo visto, de volver, incluso, a los orígenes del bipartidismo, donde, a pesar de las diferencias ideológicas de los actores, se valoraba a las personas. Jamás se vivieron en aquella época momentos tan radicalizados como los actuales. Y tan burdos. Y tan execrables. El odio, la violencia desatada, está tomando carta de naturaleza entre la sociedad española y eso podría ser el punto de partida de algo peor. Y no están los tiempos para experimentos. Solo con gaseosa, que decía Corcuera.
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