17/05/2020
 Actualizado a 17/05/2020
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Como no puede ser de otra manera, antes que después, llegará ese día de luto nacional, donde todo el país evocará la muerte de tantos compatriotas. En ese triste día, no habrá nada que añadir. Cada cual reservará para sí la expresión de su dolor, muchos en la soledad de sus casas, y quienes nos representan, en actos solemnes, guardarán un minuto de respetuoso silencio. Las banderas ondearán a media asta y un escalofrío recorrerá las calles y las plazas de nuestras ciudades. Poco importará que ese día luzca en el cielo un sol espléndido. Seguramente, para quienes hayan perdido a un ser querido, no habrá calma ni consuelo. Todo parecerá opaco y sin sentido. Pasarán los días, pero incluso en esa fecha luctuosa, en esos momentos desgarradores, habrá algo puro a lo que aferrarse: la vieja y simple emoción del amor. Nos despediremos sin un abrazo, nos alejaremos mudos y nos despojaremos de la ropa planchada y oscura. Pero lo llevaremos secretamente con nosotros. Llegará cuando menos lo esperemos y nos conmoverá como siempre. Un padre joven agachándose sobre la cuna y sintiendo el aliento en su rostro; un anciano llevando manzanas a sus nietos; una madre barnizando el columpio de su hijo una tarde de mayo: cada uno de esos gestos, cada una de esas pinceladas, será el amor. Nos congregaremos en un jardín fatigado y llenaremos las copas de nuestros amigos. Hablaremos de los ausentes, mientras sonreímos y dejamos flores sobre la mesa. Encontraremos en el móvil su nombre y su teléfono, y un suspiro lacerante atravesará nuestro corazón. Viajaremos a algún lugar que conocimos juntos y, cuando nos interpelen en un idioma extraño, responderemos, en un acto reflejo, como lo hubiera hecho él (o ella). En la terraza perpetua, y a la salida del cine dominical, reconoceremos su voz vibrante y nos giraremos sin querer. Alguien nos dirá que lo echa de menos y entonces, amargamente, dejaremos salir un gemido y nuestra cara se llenará de sombras y acudirá, incontrolable, el llanto: no pude despedirme, ni siquiera rocé su mano, partió en la más absoluta soledad. Y no habrá nada que añadir. Y cuando regresemos a casa, y encendamos con dedos temblorosos la luz, lo que quedará en medio del exilio, de la orfandad y del miedo, será eso: el amor.
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