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Lo que dijo el trueno

30/03/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Las palabras han ayudado a vencer el horror al vacío. Pero la mayoría de ellas, sobre todo en televisión, parecían palabras de paja, o de cartón piedra. Palabras que están en los protocolos de las tragedias, que tienen ese aspecto inconfundible de la corrección política, un aspecto aseado pero gris. Durante muchas horas, escuchamos un lenguaje institucional o político, tan esperable como seguramente inservible. Lo más elocuente era, sin embargo, el silencio. El silencio de la muerte. El silencio del vacío inmenso, imposible de combatir con toda esa fraseología de las catástrofes. Todo fue así, hasta que emergió un nombre: Andreas Lubitz. El fiscal, magnífico, llegó con el enigma que albergaba el corazón de una caja negra. Abierta en canal como un ave funesta, la caja habló. En ella encontraron, de nuevo, un gran fragmento de silencio. Algunos golpes desesperados sobre una puerta que no se abría, y, por debajo, casi imperceptible, el rumor de una respiración. Era la respiración de Lubitz. Parece que rítmica y acompasada, envuelta en ese silencio frío y denso que anunciaba el viaje inexorable hacia la muerte.

Lo que dijo el trueno fue que un hombre había decido morir. Sin importarle que su decisión conllevaba otras muchas muertes, muertes de personas a la que siquiera conocía. Personas de cuyas vidas no sabía nada, como ellos no sabían nada de la suya. Pero pronto empezamos a saberlo. Abrir el corazón de la caja negra fue como abrir la caja de Pandora. Supimos entonces que el rumor de la respiración era en realidad el rumor de los corredores del infierno. El rumor de las últimas bocanas de aire del copiloto nos condujo hasta los círculos infernales de su existencia, nos descubrió lo que podía encerrar una sonrisa. El ser humano es insondable. Mientas el viento sopla en los Alpes, ajeno a tanto dolor acumulado en sus laderas, emergen con Lubitz algunas de las frases que quedaron prendidas de los seres que conoció, como jirones de una amenaza: «Algún día todos conocerán mi nombre». Ahora, el lenguaje ha cambiado. Ya no hablamos de aspectos técnicos del vuelo, ni del exceso de confianza en la tecnología. De pronto, hemos comprendido que nuestra fragilidad reside, como nuestra grandeza, en el hecho de ser seres humanos. Las emociones nos hacen maravillosos, pero también tristes. Mientras el lenguaje de la tragedia se adentra en las circunvoluciones cerebrales y en los lados oscuros del corazón de Lubitz, nos aprestamos a seguir viviendo en la inevitable inseguridad de cada día, así en la tierra como en el cielo.
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