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León ante la autonomía

06/01/2020
 Actualizado a 06/01/2020
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Las fiestas navideñas se terminan, el calendario nos ha traído un nuevo año (2020, un número precioso), pero no piensen que las cosas van a cambiar alegremente. Cambiar, lo que se dice cambiar, cuesta un mundo. Y mira que vivimos en la alarma continua, en el vértigo cotidiano, en la urgencia y la aceleración, por más que parezca que la política vaya lenta como dos bueyes uncidos a la caída de la tarde. Mañana mismo, por ejemplo, es probable que tengamos gobierno, aunque sea por la mínima y casi en el tiempo de descuento. La ley del suspense nos apasiona, se ha apoderado de nuestras vidas: todo se mueve ahora sobre la cuerda del funambulista.

Este tiempo que siempre entendimos como días de desconexión, una pausa ante la llegada inexorable de la realidad del mes de enero, se ha visto invadido ya, a las pocas horas de comenzar el Año nuevo, por el gran estruendo de la política contemporánea. Ahí está, mientras el personal hacía un hueco para la vida cálida y cercana, el vendaval de la política. Como está pasando con la emergencia climática, ahora todo sucede ya en forma de ciclogénesis. Así ocurre, a lo que se ve, en los asuntos de la gobernabilidad de este país: en estas tempranas sesiones parlamentarias que nos han despertado de la necesaria calma navideña se ha levantado una tormenta muy poco deseable. Ha habido palabras gruesas, y se ha dibujado una división absoluta, casi al cincuenta por ciento, entre los diputados. La política lleva ya mucho tiempo polarizada, los acuerdos son difíciles, los consensos poco menos que milagrosos, la confrontación a menudo áspera y desabrida. Corren tiempos de vuelo rasante. Falta altura.

En estas estábamos, que no son pocas, y de pronto ha regresado a primera línea de la actualidad el viejo y polémico asunto de la autonomía de Castilla y León. O, si lo prefieren, la ya antigua reivindicación de León, en favor del antiguo Reino, y, sobre todo, en favor de un nuevo encaje, como suele decirse, en el mapa autonómico. Las cosas suceden cuando suceden (la Moción aprobada en el Ayuntamiento de la capital, con los apoyos de algunos municipios de la provincia), pero lo primero que hay que recordar es que el descontento de León con su destino autonómico ni es nuevo, ni se ha inventado ahora, ni ha dejado de estar ahí siempre, de una u otra manera.

Llama la atención que algunos opinadores se llevaran las manos a la cabeza al escuchar la propuesta, incluyendo algunos medios nacionales que interpretaban el asunto como una ocurrencia repentina, o como el resultado de la crisis territorial abierta por las reivindicaciones independentistas de Cataluña. No han faltado los que hablaban, y aún hablan, de ‘independencia de León’, cuando parece obvio que se trata de otra cosa, pues en modo alguno me parece que haya un afán independentista en esta tierra, sino algo muy diferente que nada tiene que ver con poner en cuestión el país al que pertenecemos (León está en la raíz de su creación, por otra parte, basta con echar un vistazo al escudo, si no es mucha molestia, como decía Julio Llamazares). Obviamente, el problema reside en el encaje territorial dentro del sistema autonómico, tal y como se concibió en un reparto que atendía sobre todo (aunque no fue así en esta autonomía) a la demarcación de las regiones históricas. Eso, y no ninguna clase de independencia, es lo que está ahora, casi cuarenta años después, sobre la mesa. Y lo que, con más o menos visibilidad, siempre ha estado.

Aunque no han faltado interpretaciones muy superficiales (por la precipitación o por el gran desconocimiento), lo cierto es que la moción a favor de la autonomía de la Región Leonesa llegó esta vez con fuerza inusitada a las televisiones e incluso a las portadas de algunos periódicos nacionales, algo a lo que, en esta tierra, no solemos estar muy acostumbrados. Casi me sorprendí al ver la atención que suscitaba. En Teruel han tenido que hacer un partido para reivindicar su existencia y luego colocar un diputado en Madrid: paradójicamente ahora imprescindible para que exista el gobierno de España. La cosa tiene su punto. Nosotros, a menudo ensombrecidos por las nieblas reales y por las metafóricas, nos abrimos camino con dificultad más allá de los límites provinciales, como no sea en asuntos de turismo y gastronomía, que no están nada mal, desde luego, pero digo yo que no será lo único. O no debería serlo. En el resto de las cosas, llegar al conjunto de la opinión pública nacional nos cuesta un mundo. Se olvidan de nosotros con extremada rapidez, y más que se van a olvidar, con este presente de despoblación, envejecimiento y decadencia. Ingredientes que nos llevarán a la irrelevancia, a la inexistencia, tanto física como mental, que tal vez es la peor, pues un pueblo deja de existir cuando ya no habla de él, cuando ya sus historias y sus pensamientos se van borrando y disipando el aire, cuando ya no importa.

Fuera de León, como han escrito aquí otros colegas, no son pocos los que se han acercado, admirados y sorprendidos, a preguntarme por esto de la nueva autonomía solicitada, aunque siguen llamándolo independencia. Algunos no habían oído hablar jamás de cosa semejante. Lo que me confirma que el eco de la provincia parece perderse en cuanto atraviesa las lindes provinciales. Cada vez existimos menos porque nadie nos oye, o porque nadie nos escucha (o por ambas cosas). Pero, en fin, esta vez alcanzamos los titulares de Madrid. Gran proeza. Hemos existido, queridos, aunque sea por unos días. Y aunque se haya levantado una pequeña polvareda.

Yo suelo ser mucho más de unir que de separar. Soy europeísta, por ejemplo. Me gusta el trabajo en común, compartir culturas muy diferentes, aunar fuerzas. No faltan los que acusan a León de tener nostalgia histórica y de caer en la frustración y el victimismo con facilidad. Yo diría: «¡pues ya ven lo que se ha aprovechado León de las grandezas de otro tiempo!». No está mal reivindicar lo que fuimos, pero también hay que revindicar lo que somos. Sin embargo, si esta provincia no se sintiera poco reconocida, olvidada tantas veces, representada muy por debajo de lo que merece, si no viera cómo sus pueblos se mueren, cómo su economía sufre brutales castigos, si no se sintiera cada vez más empequeñecida y empobrecida, quizás no tendría que apelar a la historia. Aunque, desde luego, la historia está ahí y está muy clara. Comprendo muy bien esta desazón, esa impotencia. Y comprendo que, incluso más allá de ideologías, haya quien considere que es necesario actuar ya, hacerse visibles, demandar justicia y atención. Eso, o la condena a la indiferencia.
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