Las voces de la tierra

Las fotografías de Robés y los testimonios salvados por Islada Ezkutatuak nos devuelven la memoria sanadora frente al olvido

Valentín Carrera
18/01/2021
 Actualizado a 18/01/2021
Parte de la portada las voces de la tierra.
Parte de la portada las voces de la tierra.
Entre las muchas aventuras que he gozado como periodista, más que de los viajes por El Bierzo o por la Antártida, más que de artículos que ya amarillean en las hemerotecas; más aún que de mi compromiso ecologista o de mi última novela —'Campechano, el macho elfo'—, de lo que en verdad me siento orgulloso es de mis trabajos sobre la memoria.
Sin memoria, somos nada y menos. La reconstrucción fotográfica y audiovisual fue el asunto de mi tesis, de la que salieron frutos tan queridos como el 'Álbum del Bierzo', codo a codo con el generoso amigo Adelino Pérez. TVG me dio la oportunidad de hacer 76 capítulos de la serie 'Doa a doa': la voz clara y sencilla de los abuelos y abuelas contando su verdad. Compartí con la filósofa Elena Gálkina la pasión de recuperar la memoria prodigiosa de Ángel Belza, niño de la guerra, huérfano de patria y familia en Moscú, cuando los nazis bombardeaban Guernica y Europa era un polvorín.

Estos trabajos apasionantes me abrieron los poros, tomé conciencia del valor de la memoria oral, escrita, gráfica, tantas veces negado (y no en vano, sino programadamente negado). Como un hábito diario ¬lavarse los dientes o contemplar cada noche las estrellas-, como un alimento, he metabolizado el pan de la memoria, y todo cuanto leo, toco y observo contiene infinitos cajones sin abrir, manuscritos olvidados, retratos en sepia y oro, relatos al amor de la lumbre. Vivir la vida como un filandón.

Entre las lecturas recientes, he bañado la mirada en las memorias de Gamoneda (Un armario lleno de sombra), Pereira (Oficio de mirar), José María Merino (Intramuros) o Julio Llamazares (La lluvia amarilla); y navego ahora por las nieblas del 'Relato de Babia', de Luis Mateo Díez: páginas de rabiosa actualidad, escritas contra la obsolescencia programada.

Memoria dura, pero necesaria, son también dos obras colectivas que iluminan estancias clausuradas, en cunetas sepultadas, donde fueron felices, antes de desangrarse en vida, los abuelos y abuelas del siglo XX, amordazados por el odio y por el miedo.

'Las voces de la tierra' (editado por Alquibla y la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica)
es un riguroso trabajo de arqueología fotográfica realizado con pico, pala y lágrimas por José A. Robés, cuya sensibilidad rescata del olvido cincuenta objetos con vida propia.
La fotografía sobria y transparente de Robés viste con dignidad de plata los objetos desnudos: un sonajero, una llave, unas balas. Mecheros, hebillas, lápices, anillos, botones, pendientes: objetos frágiles -escribe Bernard- que las familias de las víctimas recuperan entre lágrimas y guardan con enorme cariño.

Observo la medalla desenterrada en una fosa común de Santalla, en la que se exhumaron cinco bercianos paseados el 3 de diciembre de 1936; los botones de Nácar de Ángel Viñas, un trozo de papel de la fosa de los mineros, los gemelos del sastre José Rodríguez: 'Dos ojos que nos miran'. ¡Cuántas miradas en las cuencas vacías, cuántas preguntas sin respuesta!
Las fotografías de Robés -con textos de Rosa María Artal, Cristina Fallarás, Juan Carlos Mestre, Miguel Varela, Isaac Rosa, Miguel Ríos, Ana Gaitero o Rozalén- dan voz al silencio. 'Las voces de la tierra' es, en palabras de Mestre, un acto de desobediencia civil: "Desobedeces la muerte, Memoria, desobedece al silencio".

Los niños de la guerra

'Testimonios. Reflejos de un genocidio escondido', publicado por el colectivo Islada Ezkutatuak de Lasarte-Oria, también es desobediencia frente al olvido: la objeción de conciencia que se rebela contra la mentira de un genocidio negado.

Hace tiempo que Lasarte-Oria es unmodelo a seguir: allí acogieron como hijo predilecto a Ángel Belza cuando presentamos sus 'Memorias de un niño de la guerra' en 2014; y allí trabaja incansable el colectivo Islada Ezkutatuak, grabando decenas de entrevistas a testigos silenciados de la guerra y la posguerra, “cuyas voces nos hacen dudar de lo que conocemos oficialmente como guerra civil del 36”.

¡Quieren reescribir la historia! -claman los negacionistas del genocidio franquista-; pero no: las 88 entrevistas de Lasarte-Oria no reescriben las patrióticas mentiras inflamadas, escriben con lágrimas la Historia: "El Movimiento Nacional fue un programa meticuloso de liquidación física, económica y moral de la población demócrata: 4437 días en estado de guerra".

Sin el trabajo de Islada Ezkutatuak —gracias Mailu, por hacerme partícipe de vuestra memoria—, se hubieran perdido para siempre, como se han perdido ya tantos otros, los recuerdos de ese centenar de niños y niñas, que hoy rondan los ochenta o noventa años, a quienes en 1936 estalló una granada en la cabeza. Niños y niñas cuyo único delito fue tener un aita republicano, tal vez sindicalista; o una ama valiente y solidaria. A todos ellos la guerra les secuestró la vida, la voz y la memoria.

Nadie les devolverá la vida robada; sin embargo, las voces de la tierra de Robés y los testimonios de Islada Ezkutatuak nos devuelven a todos los objetores de conciencia la memoria sanadora frente al olvido: "Desobedece la muerte, Memoria, desobedece al silencio".
La primavera avanza.
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