19/02/2022
 Actualizado a 19/02/2022
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Se ha convertido en un tema de mal gusto hablar de los muertos por covid. En los informativos lo tratan en segundo plano, casi a la carrerilla y en las últimas elecciones ningún partido abordó en profundidad la situación actual. El caso es que en los primeros diez días de febrero se contabilizaron más de dos mil fallecidos, que no sé a ustedes, pero a mí me parecen muchísimos. Puestos en fila, en uno de esos hangares o palacios helados que se ven al final de las guerras, resultan demoledores. Al principio de la pandemia, Vargas Llosa escribió un artículo memorable donde sugería, ante la reacción desquiciada de la gente y los tics autoritarios que empezaban a desarrollar los gobiernos, que lo que sucedía en Europa era que nos habíamos olvidado de que los seres humanos, pasado un tiempo, se mueren. Algunas veces antes de tiempo, a edades que antes se consideraban provectas y ahora se califican de tercera o cuarta juventud. Antes, precisamente, se tomaba la muerte de seres cercanos y jóvenes con más naturalidad, aunque eso no desterrase la inagotable presencia del dolor. Pero de alguna forma se encajaba con entereza, algo que, por el hecho de vivir, podía acaecer como consecuencia de cualquier calamidad: un percance en el campo, unas fiebres perniciosas, el ataque súbito de una alimaña. Y, por supuesto, por una pandemia, frente a la que no había remedio posible (porque se carecía de vacunas, de antibióticos o de recursos sanitarios suficientes). La muerte, pese a todo, no ha dejado de hacer su trabajo y sigue paseando su guadaña, dejando cifras de las que nadie quiere hablar, pero no por una aceptación trágica de nuestro destino, sino porque es un conflicto inmanejable: para los políticos, pues refleja su gestión caprichosa y deficiente; para España, pues expresa que sigue siendo una nación inane y menesterosa; y para la sociedad en general, que está a otra cosa, que ha asumido que lo importante es la economía, estúpido, y que debemos priorizar los torreznos y el vino sobre la silueta de los ataúdes. Mal ejemplo damos a nuestros hijos, que encima la ven convertida en una pantomima en la pantalla de sus ordenadores. Sin embargo, por respeto a los muchos que se fueron sin despedirse, hay que invocar la consternación y el luto, pues nuestra fragilidad, pese a todo, sigue siendo el tallo que sostiene a las rosas.
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