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Las fresas de la iglesia

02/07/2021
 Actualizado a 02/07/2021
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Pocas veces he tenido tan claro lo que quiero decir y al mismo tiempo, se me han resistido tanto las palabras. Hay días en que se alinean los astros y pequeñas cosas como una fecha importante de tu vida o un libro que te ha seducido por fuera y empapado por dentro, confluyen en el mismo punto, las emociones se te ponen revoltosas, toman la delantera y vas dando traspiés con ellas porque todas quieren hablar primero.

La fecha es hoy, el meridiano del año. Una frontera invisible que divide el calendario en un antes y un después. Para quien no lo sepa, el dos de julio a las 13h (por aquello de estar en el hemisferio Norte) hemos consumido 182 días y doce horas y nos restan 182 días y doce horas para las campanadas. Y para los que nunca vemos el momento de hacer una pausa y rumiar lo vivido, éste podría ser el día perfecto, antes de reemprender la marcha y encarar la segunda etapa del año, porque además, como dato curioso y muy simbólico, el dos de julio siempre coincide en el mismo día de la semana que el día de Año Nuevo. A esta fecha se le suma una de las cosas que más me han gustado en los últimos tiempos: El eco de la montaña, esa ruta literaria rodeando el embalse del Porma, fruto de una gran idea y del maravilloso trabajo de profesores y alumnos del IES Pablo Díez de Boñar apoyados por su Ayuntamiento y otras entidades, a medida que el proyecto fue avanzando. Y cómo no, por Julio Llamazares, porque en los dos recorridos de esta ruta, uno avanza por los caminos del presente al tiempo que lo hace por dos de sus libros, rumbo al pasado dormido en el fondo del embalse. Allí donde las truchas juegan en las plazas, trepan a los campanarios, enredan en las cocinas y duermen en las alcobas, dueñas de los hogares sumergidos para abastecer de agua a otras tierras, en deuda eterna con tantos pueblos leoneses ahogados.

En este maridaje de literatura y senderismo en el que todo es posible, puede que en el trayecto de Boñar a Puebla de Lillo sientas «por todas partes, un sol de nata negra y fresas, fresas, fresas…» porque también caminas por el libro ‘Retrato de bañista’ acompañando al hijo de Nemesio en su paseo por las ruinas de los pueblos sumergidos cuando el pasado salió a su encuentro emergiendo por el vaciado del embalse y literalmente lo pisó, entre lodo y truchas muertas. Es la voz del propio Julio Llamazares a través de un audio la que va desgranando los poemas de su libro en tres puntos del camino, que el viajero puede oír mientras se da una tregua.

Pero la ruta que a mí me emociona por las casualidades que esconde es la de Rucayo a Utrero, en la que seis personajes de ‘Distintas formas de mirar el agua’ dejan de ser de tinta y pasan a ser siluetas de acero ancladas a orillas del embalse, aguardando pacientes al caminante para contarle, a través de un código QR, lo que sienten contemplando la lámina de agua bajo un sol de nata negra. Así, rompiendo tiempo y espacio, caminas por la historia de Domingo y Virginia, unos de tantos exiliados de su tierra cuando su pueblo desapareció del mapa. Y el regreso de Virginia cinco décadas después acompañada por los hijos con sus cónyuges y sus nietos, trayendo las cenizas de Domingo y cumpliendo su deseo de ser esparcido sobre el agua que cubre su pueblo, Ferreras.

Confieso que me emociona tanto esta ruta literaria por todas las casualidades que esos libros esconden dentro: el hijo de Nemesio recitando poemas, Virginia y su hijo Agustín a orillas del embalse e incluso Domingo, formando parte del agua que cubre Ferreras. Porque un día como hoy, un dos de julio que no sólo fue el antes y el después de un año si no de la historia de una familia, otra Virginia nacida en otro Ferreras, llevaba los restos de su marido al pueblo del que emigraron con nueve hijos de la mano. Ellos también fueron exiliados de su tierra, no por el agua si no por la miseria que ahogó a los pueblos con el cierre de minas y escuelas. Allí también había un sol de nata negra estrellándose contra el carbón y fresas… fresas detrás de la iglesia. Las más diminutas y rojas que han existido aunque cada una concentraba el sabor de todas las fresas del mundo.

Otra Virginia de otro Ferreras acompañada por otro Domingo, su hijo mayor, que a duras penas se tragaba las lágrimas mientras oficiaba el funeral de su padre. Y otro Agustín. Y otro Nemesio que escribe textos… y otro montón de hijos y nietos con los ojos apuntando al suelo, con distintas formas de mirar la tierra. Los mayores también sentían correr por ellos sangre de montañas, sangre de nieve y de bosques viejos como la del padre que estaban enterrando. Los medianos, menos conscientes de la dureza de su vida, lo recordaban llegando de la mina con los bolsos repletos de avellanas. Y los nietos, simplemente sabían que el abuelo fue minero y que una vez hubo fresas detrás de la iglesia.

Para un Ulises de tierra adentro que tuvo que abandonarla por no poder sobrevivir en ella, pero un dos de julio regresó a casa… para vivir su muerte. Mi padre.
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