Las ‘camisinhas’ de Papalaguinda

El profesor, narrador y columnista de La Nueva Crónica, José Luis Gavilanes Laso, protagoniza la séptima entrega del serial ‘El Decaleón’ con este relato publicado en el libro 'Del alba a las cenizas' publicado por Cultural Norte

José Luis Gavilanes Laso
02/04/2020
 Actualizado a 02/04/2020
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Al igual que el buceador coge sus bártulos camino de las profundidades marinas o el minero su casco y su luz para las entrañas del subsuelo, Venus apañó su cajita de camisinhas do pênis y se dirigió al tajo para ganarse el pan con el placer del cliente. Si en León te das un garbeo por el Paseo del Ingeniero Sáenz de Miera (más popularmente conocido como Papalaguinda), desde la Estación de Autobuses hasta el Palacio de los Deportes, verás un tramo de acera estrechado entre el seto del polideportivo y el vallado de una obra paralizada desde hace tiempo para asentamiento de una gasolinera. Por el comercio carnal que ahí se practica, no estaría mal dar al lugar el nombre de «Ecoñomato». Aunque hagas la vista gorda, resaltan en ese corto corredor, junto a los robustos chopos, multitud de preservativos. Los hay de todos los colores. Destacan los fucsia intenso, como fresas salvajes. Para que conste en el repertorio de la práctica del sexo a la intemperie. Pero antes de volver a este punto, unas breves notas –entre lo vivido por quien relata– de aproximación a la historia del sexo en abierto de esta ciudad mesopotámica y mesoférrica asentada entre los aprendices de río, el Bernesga y el Torío.

De niño, años cincuenta del pasado siglo, por las alturas del barrio de San Esteban, La Arenera y La Patro protagonizaban el liderazgo prostitucional. Tratábase de auténticas leyendas en el arte de descapullar a primerizos y desfogar a lujuriosos. En edad juvenil, dado al balompié, me alisté en las huestes del Club de Fútbol San Lorenzo, ubicado en el entonces Barrio Chino de la ciudad. El Tuerto era el establecimiento de bebidas que funcionaba como centro principal de enganche para el fornicio. Muy próximo estaba Casa Frade, que era el domicilio social del club. También visitado por prostitutas de las clases pasivas, baja frecuencia o contubernio circunstancial: La Peque, La Chata, La Cupatrás y otras cuyo sobrenombre se me ha borrado en la memoria.

Ponles una manguana de vino a los chicos, Maragato –decía al dueño La Peque, siempre encigarrada–, si el resultado había sido de victoria.

Y es que habrá pocas especies humanas tan generosas. Que se lo pregunten a sus chulos. O a El Pana, un añoso torero mejicano muy singular, a capotazos con el alcohol y espadazos con la miseria. Un día cogió los trastos y, dirigiéndose al abarrotado tendido de la Monumental de Méjico D.F., dijo bien alto:

—Brindo este toro por las damitas, damiselas, princesas, vagas, salinas, zurrapas, suripantas, vulpejas, las de tacón dorado, pico colorado, las putas, las buñis, pues mitigaron mi sed y saciaron mi hambre, y me dieron protección y abrigo en sus pechos y en sus muslos, y acompañaron mi soledad. Que Dios las bendiga por haber amado tanto.

También alrededor de la Cultural y Deportiva Leonesa club de fútbol local del pretérito indefinido, antes de caer en la categoría ovina –o segunda beeeeee, en cuyo aprisco pació unos cuantos cursos futbolísticos hasta que por incontables deudas cayó en la miseria de la tercera división–, revoloteaba la mocedad de virtud distraída, como las soldaderas que, para el descanso del guerrero, acompañaban a los cruzados a Tierra Santa durante la Edad Media. Entre tantas pelotas, a La Lunares algún pelotonero del club la puso a parir, no de improperios o denuestos, sino de verdad. Que si el delantero centro, que si el defensa central, que si el extremo derecha, que si el portero reserva… Ella dijo siempre que era de Cabal, un brioso medio centro asturiano; pero, ¡vete a saber!

En Lisboa, en mi época de becario de la Fundación Calosute Gulbenkian, poco después del incendio de la Embajada Española, salía yo por las noches a un parque cercano para librarme del bochorno agosteño con el olor de las adelfas. En el camino hacia los jardines de Campo Grande, que así se llamaba la zona ajardinada, tropezaba yo siempre con una muchacha triste y esmirriada, con bombo ya pronunciado, haciendo la esquina. Parecía sacada de una novela de Pío Baroja, de esas de los bajos fondos madrileños. Me daba una pena infinita. Más que para polvos, la pobre estaba para que la cantasen una saeta. ¿Qué habrá sido de aquellas dos criaturas, en el caso de que la que estaba encriptada hubiese alcanzado la luz? De regreso a la residencia, un día me encontré con la escena patética de una redada de la policía contra el puterío de la zona. Mientras los guardinhas metían a las pobres operarias del sexo a empujones en un furgón, se oían gritos desgarradores como:

¡Que vou dar de comer amanhã aos meus filhos, secanas, filhos de puta!–, ponían la piel como lija del 30.

Vuelto a la patria, seguí con el fútbol, ahora como aficionado a patear los domingos los prados de La Palomera, antes de que se asentase sobre ellos la enseñanza superior con los muros de las distintas Facultades de una Universidad recién creada. Eran tantos los vestigios de gozos y placeres esparcidos entre la hierba, que, emulando el nombre del estadio de fútbol de Murcia, bautizamos aquel campo como de ‘La Condonmina’. Es momento, pues, de volver a la margen derecha del Bernesga. Y, una noche con la luna haciendo de luminosa barca de los cielos, al lado del Palacio de los Deportes, me sale una muchacha de nalgas voluminosas como una noche germinadora preguntando:

Meu amog, ¿queres dar uma cambalhota?

Que ¿si quiero dar, quéee?

Uma cambalhota, o que vocês dizem um ‘revolcón’, isto é, que se queres foder.

Anda, mira, sin retórica, directísima y... portuguesa. ¿cómo te llamas?

Não sou portuguesa, sou brasileira, de Rio, chamo-me Venus.

Oye, qué apropiado; y qué intuición la de tus padres.

Pois, é. E essa ao lado que vai montag no cago é também brasileira, a Celesche. E essa loira ai perchinho é a Lucero; y aquela outra lá...

Espera, no me digas, Estrella.

Não, Sol. Somos todas cariocas. Mas, não queres um serviço? Com tanta pergunta, ¿não serás ‘poli’ ou jougnalista, talvez?

Ni policía ni periodista. No está hoy mi cuerpo para servicios, ando un tanto ‘desganao’ y flácido. Vengo, simplemente, de curioso. Algo así como de voluntario ciudadano escrutador de los bajos fondos o «putifundios» de la ciudad. Pero no te preocupes, que no estás perdiendo el tiempo conmigo, pues te voy a pagar de todos modos. ¿Cuánto pides por un servicio?

Depenche se é à luz da lua ou em pagque de pista cubegta.

Mejor a cielo abierto, como si fuese ahí de pie junto al chopo. El lamparón candente de la luna es un magnífico afrodisíaco.

Pois são vinche pavos. Mais um da camisinha, se fosse em efechivo.

Aquí, tienes los veinte pavos por atenderme, y cinco más por la charla. Pero, referente a las «camisitas», deberíais acordar con los clientes meterlas en una bolsita de plástico y tirarlas al contenedor más próximo. A la vista, sobre el suelo, no es estético y, además, va contra la higiene. Puede que algún niño, en un descuido de sus padres, se lleve las gomas a la boca para inflarlas como si se tratase de globos. Como me une buena amistad con el alcalde, si está de su mano e instancias superiores no lo impiden, haré que os libere de la clandestinidad y reserve un lugar en territorio municipal para que podáis dar placer al aire libre sin que nadie os moleste. Con recipientes, eso sí, para depositar las «camisitas», y asentamiento más cómodo para el hecho laboral.

Seria óchimo teg um canchinho ou, como vocês dizem, um ‘rinconcito’ pra nós.

Le pondríamos incluso nombre, ¿que te parece «El Rincón de Venus»?

Fodas, que genchil é você. Venus não queg protagonismo nenhum. Seria melhog «O Canchinho das Virgens», ji, ji, ji. Não acha?, cronista of....

Oficioso, Venus, oficioso. Muy aguda, se te ve salida del Olimpo. Pero, ya sabes, transmíteselo a tus amigas siderales de la peña carioca Celeste, Lucero, Sol, y demás colegas allende y aquende el charco: el condón, a su rincón, que por el suelo, no.
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