Las abuelas de la bocamina en el Bierzo

Bembibre aplaudió a las mujeres que trabajaron en el sector del carbón, desde fuera del pozo casi siempre, pero siendo mineras

Mar Iglesias
22/03/2020
 Actualizado a 22/03/2020
Homenaje que rindió Bembibre a las mineras en los actos de la semana del Botillo. | MAR IGLESIAS
Homenaje que rindió Bembibre a las mineras en los actos de la semana del Botillo. | MAR IGLESIAS
Son mineras, aunque muchas no hayan cobrado la jubilación como tales ni hayan pasado de la bocamina, pero hoy pintan canas sin poder olvidar aquel pasado que acercó sus manos al carbón. Bembibre quiso rendirles homenaje escuchándolas y aplaudiendo un pasado que es historia imborrable para una comarca que ya no viste su apellido de minería.

«Ser minera no se olvida», dice Orfelina Álvarez, de Quintana de Fuseros. Ella trabajó seis años en la mina, primero en Quiñones y después en Murias. Con 17 ya estaba en el lavadero, de nueve a cinco de la tarde, a lo que sumaba dos horas para llegar al trabajo«no quedaba otro remedio, había poco donde echar el diente», dice. Su día a día era «pujar» cestas, separar el carbón del escombro y pocas veces entrar en la mina, solo para corregir el encarrilado de algún vagón «eso daba miedo. Mirabas a la claridad para salir» y de reojo a la mano del vigilante que muchas veces aprovechaba la oscuridad para confundir un tocamiento que nunca salía de la espesura negra.

A la misma edad entró Carmen García a Quiñones, donde compartió dos años y medio de vida la niña de Quintana de Fuseros. Recuerda la estampa de mujeres a las puertas de la mina, subiendo escombro al vagón o escogiendo carbón. Hasta los sábados trabajaban, pero lo dejó al casarse. La misma historia se repetía en cada casa.

Desde dentro

No era fácil que ellas superaran la bocamina, pero Felicia Segura lo hizo. Las bajas de ellos dentro hicieron pedir refuerzos a las que estaban fuera y solo ella levantó la mano. Estuvo medio año bajando al tajo de Mina Adelina la de Quintana, aunque fueron cinco años los que estuvo trabajando en el carbón, primero allí y después en Minex. Tenía 14 años cuando se hizo minera «le dije a mi padre que todos los compañeros del colegio tenían abrigo y yo no. Voy a la mina para comprarme un abrigo», le asestó. Y con su primer sueldo, su padre cumplió su fin. Recuerda la rampa estrecha por la que bajaba a la mina y cómo trabajaba acostada panza arriba. Era ayundante minera y a su lado había un picador que un día le apagó la luzde la lámpara «tuve que ir a oscuras hasta el vagón». Le dio un buen susto y también hijos, porque aún hoy comparte sus días con ese minero compañero. Casados, él se fue a la mili y ella volvió ala mina, con una niña en la cuna «y en la mina tuve un aborto», recuerda.

Los esfuerzos de sacar el islán (polvo de carbón mojado, que era muy pesado) con la pala están detrás de ese suceso que sus jefes nunca supieron, como tampoco que estaba embarazada, sino, no hubiera podido trabajar en la mina. Cuando su marido regresó de realizar el servicio militar, ella volvió a casa. Recuerda que los compañeros eran una gran familia, hermanas, madres, con las que aún hoy rezuma un lazo de unión especial.

Sesión continua

Josefa Viloria, de Santa Marina de Torre, trabajó cuatro años en el lavadero de Virgilio Riesco con otras 18 mujeres más y sin horarios «sabíamos cuando entrábamos pero no cuando salíamos». Desde las siete de la mañana, los días se hacían interminables, con un trabajo imparable «en todo», desde tirar de vagonetas, coger carbón, descargar vagones que iban demasiado cargados… Todo por 1.000 pesetas en el año 1952, una media que era lo que cobraban todas ellas, cuando un picador podía superar las 6.000 «no era nada para lo que trabajábamos», dice.

Con 15 años, Viloria era minera sin seguro, porque hasta los 16 no podían regularizar su situación. Hasta los domingos estaba activa la mina y daba igual el tiempo que hiciera «cogíamos unas mojaduras tremendas y la ropa secaba encima de ti, por eso tengo la artrosis que tengo», se lamenta. Uno de sus peores recuerdos fue la muerte de un joven minero, pero sobre todo el ocultamiento de los vigilantes para que no se supiera y que la producción siguiera adelante.

La «madre» de sus compañeras era Beatriz García, de Cabanillas, que estuvo en Minex, en Quintana de Fuseros unos 7 años. Entró a trabajar allí con 22, por eso era el refugio de las más jóvenes y recuerda el día de paga «los días 15 íbamos a Quintana y en la cantina tenían un cordero preparado y lo comíamos allí».

El grupo de amigas de Cabanillas celebraba, pagando a escote el manjar, la dura vida de la mina cuando el islán te llevaba la pala.
Era uno de los mejores momentos, recuerda, como el día de Santa Bárbara en el que, después del trabajo, eso sí, había fiesta «llevábamos embutido de Bembibre y nos lo comíamos allí. Lo pasábamos muy bien», asegura. Ella era una de las que más llegó a cobrar, 1.200 pesetas, aunque empezó con 800, siempre en mano. Era el precio de crecer como mujer al lado del carbón, una historia tatuada en un Bierzo pintado de recuerdos negros.
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