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La última guagua

29/09/2021
 Actualizado a 29/09/2021
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Si hubiera una explicación, diríamos que la Tierra que heredamos estaba sin rematar. Sólo así se entiende que un lugar apacible y encantador, la Isla Bonita, se haya tiznado la cara de hollín y ceniza.

Pero los accidentes geológicos son una constante en el globo. Se extienden a través de la Franja de Fuego, desde los Andes al Extremo Oriente, se acerca por el Mediterráneo y alcanza el Sur de la Península e Islas Canarias donde, como un huésped indeseable, hace escala. Allí se tomó su tiempo y fueron los volcanes quienes originaron las Islas: Timanfaya, Hierro o el Teide, como una descomunal pirámide que dormita, serenamente en su vejez.

Desde la noche de los tiempos, los guanches contemplarían las estrellas, buscando el sentido del Universo. Lo mismo que hoy hacen los científicos en su observatorio del Roque de los Muchachos, en la propia isla de La Palma. Cuando los astrónomos eran astrólogos, magos, alquimistas o brujos, se empezaron a leer los mensajes del firmamento. Cartas astrales, zodíacos y horóscopos. Una ojeada al futuro o unas palabras del Más Allá, consolaban. De ahí lo de tener ‘buena o mala estrella’. No por casualidad se acuñó la palabra desastre: ‘dis- astrae’, que viene a ser un desajuste de los astros, que gobiernan el paso del tiempo, las estaciones y los malos augurios.

La primera oleada llegó sin previo aviso. De la noche a la mañana, atracaron en las islas, embarcaciones de carga humana, subsahariana, que ocupó hoteles, calles e instalaciones turísticas. Naturalmente, tras el desembarco, el gobierno se inhibió. Pero las desgracias no vienen solas y, cuando la buena estrella se apagó, habló el volcán, escupiendo hacia los cielos. Aunque las islas no pasaban por su mejor momento, nadie lo vio venir. Posiblemente, los astrónomos se habían dormido en sus observatorios, mientras, los palmeros estarían pendientes de sus quehaceres ordinarios. El campo, la familia, el comercio. La vida, en suma.

Los que no pegaron ojo, los geólogos y vulcanólogos, presentes habitualmente en la isla y provistos de sofisticados equipos de medición. Ellos sí lo vieron. Sintieron bullir las entrañas de la tierra que, en cualquier momento, podría estallar, como un pestilente forúnculo. En cuanto a las autoridades, que suelen ser bastante torpes y demasiado despóticas, pensaron que aquellos hombres, cargados de aparatos y mal vestidos, que trepan por los volcanes, eran unos excéntricos, sin otra ocupación.

Los resultados ya los sabemos por la saturación de los medios de comunicación que relatan la tragedia como un ‘reality show’. Se buscan las imágenes más impactantes, repetidas una y otra vez. Y siguen en La Palma, esperando un segundo episodio: El impacto de la lava, irrumpiendo en el mar. O la posibilidad de alguna víctima, para completar un cuadro, de por sí, ya trágico. Pero, ya se sabe, las televisiones carecen de sentimientos y consideración.

Ahora me pregunto, qué pasará el día en que el fuego se apague y la garganta se silencie. Posiblemente, la gente lo olvide, las autoridades se enreden en la burocracia y otros asuntos. Mientras, los que perdieron su presente y su futuro, se desesperan. Diez años –los que tardó Lorca en recuperar su aspecto– son una eternidad en la vida de una persona. El Mar Menor se muere sin remedio y las aguas de la Montaña Central leonesa, desaparecen. Tantas promesas. Tantos olvidos.

Pero la gente de Canarias ha sobrevivido a muchos sucesos como este y saldrá adelante. Los Sabandeños volverán a cantar; los luchadores a luchar y las ‘guaguas’ a circular por las empinadas carreteras de la Isla Bonita, con viajeros y expectantes turistas. Pero ahora, es el momento de que Sánchez coja su Falcon, con la cartera llena de dinero y soluciones.
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