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La transcentalidad humana

10/01/2021
 Actualizado a 10/01/2021
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Si la irrupción agresiva, supercontagiosa y ecuménica del ‘covid-19’ está reventado la salud, la sociedad, la economía, la globalización, etc., conllevando la restricción de nuestra actividad e incluso el confinamiento en nuestros hogares, ello invita a reflexionar sobre asuntos transcendentes que la frivolidad mantiene arrumbados en el gozo del ‘carpe diem’: ergo la muerte y el más allá.

En su obra capital ‘La esencia del cristianismo’ (1841), el filósofo alemán Ludwig Feuerbach se anticipó 40 años a que su paisano Friedrich Nietzsche proclamara la «muerte de Dios»; y 29 años a que Carlos Marx, su otro compatriota, afirmase que la «religión es el opio del pueblo».

Feuerbach trata de demostrar que el único objeto de la religión es el hombre, y que Dios es realmente puro idealismo. Dios fue su primer pensamiento; la razón, el segundo; y el hombre, su tercero y último. Reduce la religión en general y el cristianismo en particular a puro humanismo: de la teología a la antropología. El propósito de sus escritos fue convertir a los hombres de teólogos en antropólogos, de teófilos a filántropos. Por otra parte, su propósito no es en modo alguno negativo, sino positivo. Niega únicamente la esencia aparente y fantástica de la teología y de una religión fuera de lo exclusivamente humano.

Para Feuerbach la inmortalidad del hombre y el mismo Dios son creencias puramente humanas. Dios es, pues, un producto del hombre, no a la inversa como se nos educa desde la infancia, y describe la muerte como una negación que se niega a sí misma, y la inmortalidad como una afirmación irreal e indeterminada. Según él: «Sobre las ruinas del mundo destruido, planta el individuo la bandera del profeta, la sagrada estafa de la creencia en su inmortalidad y en el loado más allá. Sobre las ruinas de la vida presente, al no ver nada, se le despierta el sentimiento de su propia nada interior, y en el sentimiento de esa doble nada le fluyen las compasivas perlas de lágrimas y las pompas de jabón del mundo futuro». La inmortalidad es, pues, para Feuerbach, una farsa. El hombre muere y muere completamente. Cuando el hombre sea capaz de aceptar su finitud, empezará a vivir su vida de una manera plena y consciente, sin fantasías ni engaños. A la falacia cristiana de la muerte del cuerpo y la inmortalidad del alma, Feuerbach responde: «No existe ninguna muerte partida ni de sentido equívoco; en la naturaleza es todo verdad. La negación de la inmortalidad del alma supone una afirmación de la única vida que existe: la de aquí y ahora». Feuerbach ridiculiza a aquellos que creen alcanzar el espíritu solamente a través de la muerte. El hombre muere, y muere absolutamente. En la naturaleza es todo verdad, entero, impartido, completo; en la naturaleza no hay sentidos dudosos. Sólo hay una clase de muerte, que es la muerte absoluta: «la muerte no roe una parte del hombre y deja otra parte». La negación de la inmortalidad del alma supone una afirmación de la única vida que existe: la de aquí y ahora: «la supresión de una vida mejor en el cielo incluye en sí la exigencia de mejorar la vida en la tierra». Según Carlos Marx, Feuerbach interpreta al hombre en abstracto y no como producto social, y de lo que se trata no es de «interpretar» el mundo sino de «transformarlo». Lo que no me obstaculiza, para decir con Feuerbach: «Demos al hombre lo que es del hombre, porque no se trata de si somos cristianos o paganos, teístas o ateos, sino que seamos seres sanos de cuerpo y alma, libres, honrados, solidarios, activos y vigorosos».
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