La tabla de lavar la ropa

Villafranca fue una de las primeras poblaciones españolas en tener agua corriente y energía eléctrica y también el progreso hizo que tuviera un lavadero cubierto

Ramón Cela
09/06/2019
 Actualizado a 18/09/2019
La fuerza del río Burbia no era obstáculo para las manos de las duras lavanderas, siempre con sabañones.
La fuerza del río Burbia no era obstáculo para las manos de las duras lavanderas, siempre con sabañones.
No eran buenos tiempos para nadie. Las lavanderas villafranquinas, pese a todo tenían un humilde sueldín que, en ocasiones y si había suerte, daba para comprar el pan de cada día y hasta se podía llegar a comprar unas madejas de lana para tejer un jersey para el mayor de los chicos, que como siempre, lo iban heredando los más pequeños de la prole.

Como el progreso había llegado, el alcalde de le época fue capaz de llegar a construir unos lavaderos cubiertos en un paraje donde la presa del agua que regaba el pueblo de Vilela pasaba abundantemente después de haber producido luz eléctrica en la Fábrica de la Luz. Para eso Villafranca fue una de las tres poblaciones de España, que antes tuvieron agua corriente y eléctrica.

Era este lavadero, como una gran nave abierta excepto por la cara noroeste, por donde el aire del río Burbia, hacía gala de ser el más puro al tiempo que el más frío. Estaba cruzado a lo largo por dos hermosas presas de agua y a ambos lados, había dos enormes filas de lavaderos  de cemento, que se asemejaban a aquellos que los buenos artesanos carpinteros, hacían con esmero y hasta eran capaces de tallar las iniciales de sus dueñas en las maderas que lo componían.

Para las rodillas era preciso llevar una especie de cojines, que no eran otra cosa que trapos inservibles y cosidos de cualquier manera, aunque aquí, como en todo, los había muy bien hechos y con la debida separación y acolchado para las rodillas, lo que no dejaba de ser un pequeño detalle de distinción entre las lavanderas, que en su inmensa mayoría eran todas las amas de casa, porque eran tiempos de escasez de todo tipo de recursos.  Pocas se salvaban de meter sus manos en el agua hasta que, totalmente moradas por el frío, tenían que sacarlas y guarecerlas en los sobacos.

Otras mujeres del Barrio de La Kábila o del otro lado de los puentes, hacían lo propio en el río Valcárcel o en La Presa del Molino de Patatones.

Allí siempre había remansos y cuando una prenda la llevaba el agua, era más fácil recogerlas con un palo largo que siempre estaba al servicio de todas, mientras que la tabla de lavar era ya mucho más codiciada y los golpes contra ella la podían diezmar y no estaban los tiempos como para comprar una nueva, que casi siempre era de madera de chopo, por ser más ligera y fácil de moldear a la hora de hacer, que en la parte donde se situaban las rodillas, hubiera un espacio que permitiera el movimiento de la lavandera a la hora de sacar o meter las ropas en un balde .

El jabón, siempre casero, era preciadísimo y la lavandera lo cuidaba y cuando se iba quedando como una hoja de papel, se doblaba o en casa, se componía con otros pedazos para que durará  un poco más, algo así, como mi abrigo, que al crecer, mi madre le dio la vuelta a la tela y lo convirtió en zamarra…

Las lavanderas villafranquinas no escatimaban esfuerzos para dejar las ropas bien limpias y después de golpes y más golpes contra la tabla de lavar, se tendía la ropa sobre las piedras del pedregal que, como son redondeadas por la erosión y deslizamiento de las aguas, siempre están limpias.

Allí quedaban unas horas. Nunca faltó ni una sola prenda, porque el villafranquino nunca fue ni es habitual apropiarse del ajeno, razón entre otras, por la cual, a día de hoy, son muchos los portales de las casas que permanecen abiertos y en tiempos de penuria, no era de extrañar que algún indigente pernoctara en los mismos, sin que los dueños de los inmuebles tuvieran jamás menosprecio para ellos, ya que a pobres es muy fácil llegar y en aquellos tiempos, las riquezas no eran precisamente bienes que abundaran, por lo que era más fácil compartir la miseria  y a veces la desgracia.

La tabla de lavar, quedaba siempre en el portal. Era sinónimo de limpieza del ama de casa y, en ocasiones, cuando las sábanas u otras prendas no tenían demasiados desperfectos, se tendían en corredores y balcones para su secado, pero siempre estuve seguro de que también era una forma de engaño a sí mismas que se hacían presumiendo un poco de unas prendas que ocultaban las de atrás que, en ocasiones, se caían a pedazos.

Aquí no iba demasiado bien la canción de las lavanderas de Portugal, que tanto se cantaba en aquellos momentos, porque el agua tan fría hacía estragos en la piel de las manos y la artritis hacía tanta mella como los sabañones, algo a lo que las pobres lavanderas  no podían hacer demasiado caso, porque a veces el estómago obliga a olvidar otros padecimientos.
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