03/05/2020
 Actualizado a 03/05/2020
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La soledad puede ser hermosa. Incluso la que las circunstancias imponen, no solo la soledad elegida. Yo, como tantos, fui un niño solitario. Podía haber elegido una infancia más social, pero habitualmente prefería estar a mi aire y pasear por la zona antigua de Ponferrada, sin olvidar mis recorridos en bicicleta por las afueras. Descubrir la soledad fue descubrir una parte muy esencial de lo que yo era, de lo que tantas personas somos. Es un camino hacia la libertad.

En estos días tan duros de la pandemia, los medios de comunicación hablan mucho de las personas solas, las que pasan estas fechas en sus casas. Y abundan discursos de una sociología más bien barata. No siempre, sin embargo, las cosas son así. Una buena parte de las personas que viven solas, incluidas las mayores, han aceptado con inteligencia y sosiego su condición. Incluso la prefieren a otras opciones. Tienen su pensión, su hogar, sus recuerdos, sus paseos, sus costumbres, su televisión, sus lecturas, y sus ratos de quietud que no les conducen forzosamente a la tristeza. Sino más bien a una lucidez serena, la de quien intuye que ya no le queda mucho tiempo en el planeta, pero que sabe disfrutar de lo que la vida aún le depara. Incluso muchas personas mayores tienen hijos, y también nietos, y son felices de verse pongamos una vez a la semana. Pero también son felices de volver a su soledad, a sus rutinas y a sus amigos. Diferente es el caso de quienes están enfermos o no pueden valerse por sí mismos. Pero los que sí pueden vivir a su modo, que son la mayoría, probablemente no querrían cambiar de estatus. Por algo se preguntaba Miguel Delibes, cuando enviudó y todo el mundo parecía buscarle una novia: «¿y qué pinto yo en la cama con una señora de sesenta años a la que no conozco de nada?»

Tiene mala prensa la soledad en España. De ahí la montaña de lamentaciones que escuchamos desde que estalló la infame crisis del coronavirus. Pero lo cierto es que nuestros mayores, y desde hace ya muchos años, han ido aprendiendo a gozar de la soledad. Es decir, de escuchar música; de ver espectáculos deportivos, de viajar; de huir de los programas políticos y de disfrutar de los documentales científicos, geográficos o culturales. Sin que nadie les moleste. Por lo demás, es cierto que no debemos creer que la soledad sea una situación idílica, pues también puede tener sus aspectos dolorosos. Pero, en general, se aprende a vivir en esa nueva tesitura, y a no tener miedo del final. No hay que ponerse trágicos.
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