16/05/2019
 Actualizado a 15/09/2019
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No era la primera vez para Castilla y León pero 24 años en política son varias vidas y muchos liderazgos. Así que todos llegamos realmente vírgenes al primero de los debates electorales autonómicos de esta campaña a las elecciones del 26 de mayo. Desde los ciudadanos a los periodistas, y por supuesto, los candidatos.Sí era la primera vez que el debate era televisado y también la primera vez que es obligatorio por ley celebrarlos para evitar que, a partir de ahora, la comodidad del poder impida la confrontación de ideas donde casi siempre quien gobierna acusa desgaste y parte en desventaja.

Hubo debate y habrá segunda vuelta el próximo martes. Y se nos notó puberteños, tan ansiosos como torpes, ilusionadamente inexpertos en las lides del espectáculo democrático por excelencia donde la consigna de todos los asesores, cual celestinas,es salir a no cometer errores. Que la primera vez está para descubrir la mecánica, conocer algún recoveco y para cumplir con el trámite con toda la solvencia que pueda aportar cada novato. Lo mejor de la primera vez es que habilita para una segunda. Y ahí sí que sí, con la seguridad del terreno conocido, llega la seducción y las piruetas.

Pero el martes era la primera vez, y se sintió hasta en lo pudoroso de las llegadas de los candidatos a la Feria de Valladolid. Cada diez minutos, con el comité de bienvenida esperando, igualito que los debates nacionales a los que estamos más acostumbrados. Pero de estos coches se bajaban los nuestros y ahí nos volvió a salir ese complejo absurdo de castellano y leonés, esa mezcla entre modestia y austeridad que nos impide reivindicarnos. Saludaban los cuatro candidatos dubitativos, casi cohibidos, con esa cara de los niños cuando en mitad del restaurante la familia entera les canta el ‘cumpleaños feliz’ mientras se giran los comensales de todas las mesas. Con el miedo escénico tensándoles los brazos posaron para la foto oficial y casi con vergüenza, que al otro lado de las cámaras están los votantes, comenzaron a recitar la lección aprendida como opositores en día de ‘cante’.

Los monólogos rara vez se convirtieron en diálogo, y ante cualquier interrupción inesperada «programa, programa, programa» que parecía que les hubiera aconsejado Julio Anguita. Fue un todos contra Mañueco, según el guión esperado, que el candidato popular salía a sostener todo el PP sobre sus hombros. La herencia de Herrera, las décadas de gobierno, la sombra de la corrupción, la fragmentación de la derecha y hasta el fracaso de Casado. Y cuando más golpes le llovían lanzó su derechazo preguntando directamente a Igea si era verdad eso que se rumorea de que su primera opción tras las elecciones es ofrecer al PSOE las llaves del Colegio de la Asunción. Tan poca pelea había existido hasta entonces que la izquierda se quedó muda y el candidato de Ciudadanos tiró de retórica al más puro estilo Rivera para cerrar un circunloquio sobre el significado del cambio. Tudanca no entró al juego, que él no dejaba de escuchar en sus oídos los aplausos del 28 de abril y los números de las encuestas, y mantuvo un tono sereno. Una estudiada confianza afable que los expertos llamarían actitud ‘presidenciable’. El candidato de Podemos se había visto en bucle los debates de las últimas generales y fue Pablo, pero Iglesias, en el segundo de aquellos debates. Así de conciliador, aportando los únicos chascarrillos de la tarde y solo mordiendo al hablar de ‘Sicilia y León’.

Y terminó todo ahí, cuando empezaban los calores y sobraban los papeles. Cuando los votantes indecisos esperaban una mirada cómplice. Terminó todo ahí, abruptamente precoz. Mecánico, incluso burocrático. Sin una media sonrisa. Pero era la primera vez, no se preocupen si no disfrutaron.
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