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La política omnipresente

17/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Ahora que por fin se han formado los ayuntamientos (aunque no todos, como saben bien), quizás pueda llegar el momento de un poco de paz para los ciudadanos. Yo no me quejo de las elecciones, que son quizás el momento más importante de la democracia. A veces, es cierto, se acumulan, como ha sucedido en estas últimas semanas, y eso produce una cierta sensación de cansancio entre la gente, que, sin embargo, ha demostrado de sobra su compromiso y ha participado incluso más que en otras ocasiones. No, la queja no es por las elecciones, faltaría más. Lo que sucede es que la política, por las razones que sean, ha pasado a ocuparlo todo, mediáticamente, por supuesto, hasta convertirse en algo omnipresente en nuestras vidas. No tanto por lo que la política pueda tener de interés para los ciudadanos (la solución de conflictos, la posibilidad de ser más felices, que ese debería ser su objetivo final) sino por la política misma, por sus mecanismos y por los morbos y suspenses que de ella se derivan.

Nadie sabe cómo empezó todo. Lo mismo que un día el fútbol se adueñó del ocio y de las pantallas (algo habremos tenido que ver), la política ha escalado poco a poco hasta ser uno de los grandes territorios del entretenimiento, uno de los objetos de deseo favoritos de las televisiones y otros medios, sobre todo si, como digo, se derivan de ella circunstancias que pueden producir debates enconados, cuando no truculentos, y una gran dosis de morbos locales o globales, junto con esa tendencia al suspense absoluto al que nos ha llevado el fragmentarismo de partidos en los tiempos que corren (contra el que nada tengo tampoco, salvo por esa tendencia a hacer de la narrativa de los pactos y la búsqueda de acuerdos algo así como la teoría del todo de nuestra vida ciudadana). Yo creo que nos merecemos una tregua.

Pero no estén tan seguros de que esa tregua vaya a llegar. Para empezar, quedan muchos asuntos por dirimir, algunos ciertamente difíciles, laberínticos, empezando por la formación del gobierno y la consecución de su estabilidad (dentro de lo que cabe), y algunas comunidades autónomas aún están también en ello. Y ni siquiera el final de todos esos procesos o investiduras va a impedir que el cada vez más ruidoso mecanismo de la política, sus desacuerdos y sus lamentos, el cruce de acusaciones o de reproches, la atmósfera, en fin, cada vez más densa y compleja de la política nacional, se coloque sobre nosotros y entre nosotros, a través de los medios, fundamentalmente, sin dejar un resquicio apenas para otras cosas, más amables y más relajantes. No sé si nos va la marcha, es decir, si nos va la tensión, los sudokus y los rompecabezas políticos, o si, simplemente, todo se ha convertido, como digo, en un nicho de entretenimiento que funciona de maravilla en las pantallas.

La política española ha tenido momentos muy complejos en el pasado. Esta pérdida del bipartidismo (aunque, tras los pactos de las alcaldías, está claro que el bipartidismo sigue ahí, salvo alguna cosa), esta fragmentación, estos laberintos que estamos contemplando a la hora de formar gobiernos y corporaciones, y también en el día a día, no es un asunto tan novedoso. Lo novedoso es la manera de tratarlo. Es la increíble necesidad de mantenernos enganchados a todos los movimientos que se producen, queramos o no (están en el ambiente, ya digo), influyan de verdad en nosotros o no influyan. Está bien que nos preocupemos por lo que hacen nuestros representantes, pero creo que el exceso de información, la conversión de los movimientos políticos en auténticas narrativas de suspense, con múltiples hilos en su trama, es algo que está empezando a salirse de madre. En las últimas horas he escuchado tertulias y he visto entrevistas donde se trataban los pactos o la ausencia de ellos con la misma pasión de una historia de amor, o de desamor, con toda suerte de detalles, como si estuviéramos leyendo no ya un guión, sino cientos de guiones sobre el mismo asunto y con protagonistas muy parecidos.

Así es la moda de la política como objeto del deseo mediático y narrativo, por encima de todas las cosas. No son las anécdotas de antaño, que pueden entretener, sino la historia pormenorizada de este pacto o de aquel otro, la opinión de decenas de posibles interesados, y, si todo va bien, la sorpresa final (como ha ocurrido en varios sitios, aunque no en demasiados). Como diría Julio Llamazares, tanta pasión para nada. Seguramente nos ha invadido ya esa epidemia de la hiperinformación, que se deriva de las pantallas iluminadas: hay que ver en lo que ha derivado el siglo de las luces.

Me decía la psiquiatra Marian Rojas, que tiene un gran éxito en este país, que las notificaciones del móvil nos dan la sensación de estar en la pomada, perpetuamente enganchados al mundo, acercando lo que en realidad está lejos. Esa iluminación de las pantallas acaba por convertirse en una tiranía que destroza los nervios. Pero que, sobre todo, cambia nuestros centros de interés. Indudablemente estamos siendo pastoreados hacia lugares concretos, hacia tendencias y modas. No tengan duda alguna. Siempre lo fuimos, pero ahora ese pastoreo es masivo. Y muy efectivo. Y si antes no le importaban los pactos políticos en Murcia, o en un pueblo de Cáceres, o la política norteamericana en un asunto doméstico (no sé, los granjeros del medio oeste), ahora le van a importar. O va a creer que le importan. Eso y doscientas mil cosas más. Y como decía Marian Rojas también, y han dicho tantos otros, el asunto es que toda esta avalancha de hiperconexión no implica más conocimiento, pues nunca hubo tanto engaño y tanto bulo circulando por ahí, aprovechando la coyuntura.

Como todas las hinchazones, esta también remitirá. Vivimos un momento en el que se nos invita, por no decir que casi se nos obliga, a esa atención masiva, que nos entorpece y nos llena la cabeza de datos innecesarios y nos invita a disfrutar de suspenses que, la verdad, tienen poco recorrido. Claro que el morbo de la política se puede comparar a veces a otros morbos que ya tienen menos éxito, y quizás esa es la base de este estallido de la política como entretenimiento. Lo grave es que lo que concita la atención y levanta pasiones no es el relato de las bondades que recibirán los ciudadanos, ni la posibilidad de que sean más felices, sino los engranajes de la política, sus oleajes, su mar de fondo, sus batallas, sus posibles venganzas, sus acuerdos tantas veces interesados, ese caudal de odios o de súbitos afectos. Vivimos un tiempo de empachos. O de malas digestiones. Y eso siempre agría el carácter.
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