07/12/2020
 Actualizado a 07/12/2020
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Esta vez he tenido que ver la nieve desde la distancia, lo que me produce una cierta desazón. No es el efecto que tiene sobre el paisaje lo que más me atrae de ella, sino la posibilidad de regresar a otro tiempo, al mejor tiempo, cuando la felicidad apenas conocía trabas, cuando no habíamos descubierto lo malo, lo triste o lo mezquino. Ya sé que cada año toca escribir de las nevadas, como decía Umbral de las rebajas (siempre caía un artículo en enero), pero qué quieren: uno escribe de aquello que le sacude, de aquello que cree que conoce, al menos un poco, de aquello que todavía late en los pliegues de la memoria, como un terremoto sutil, como un eco gravitacional de la infancia. La nieve me trae un caudal de sensaciones, un fragmento poderoso de la vida primera, y, sí, también ese sol brillante que suele suceder a las nevadas, el aire limpio, el fulgor del paisaje en el que todas las aristas se anulan, el horizonte infinito, la súbita bondad de las fronteras que al fin desaparecen.

En realidad, a veces me maravilla que la nieve aún esté ahí. A pesar de los males del planeta, que son muchos y crecientes, me complace que casi nunca haya faltado a la cita con mi vida. Más cerca o más lejos (como este año de inmovilidades), la primera nevada supone un momento difícil de explicar, como sucede con la verdadera felicidad, o mejor, siguiendo la recomendación de Manuel Vilas, como sucede con la verdadera alegría.

No es la nevada presente la que celebramos, la que nos entra por los ojos (aunque sea a través del parte meteorológico o los telediarios), sino aquellas nevadas de la niñez, que son las que permanecen intactas en nuestro interior. Podría reproducir algunas de ellas detalle por detalle. Podría intentar explicar cómo fue la nieve cuando la vi por primera vez, desde la ventana de la habitación de mi madre. Puedo evocar esos segundos, reproducirlos ante mí. Y sé muy bien que todo aquello pertenece a los fundamentos de la memoria, a lo que nos construye y no nos abandona jamás. La nevada de cada año, como esta que ahora contemplo en la distancia, es, en realidad, alguna de aquellas nevadas de la infancia. Son aquellos días y aquellas sensaciones las que vuelven, extraordinariamente nítidas, porque son perfectas, porque pertenecen a nuestro universo primigenio: al descubrimiento del mundo.

Dicen que nuestro cerebro tiende a conservar los recuerdos alegres y a olvidar o relativizar las tristes, y puede que sea cierto, por eso, tal vez, la nieve que vuelve es siempre la de antaño, una y otra vez, envuelta en aquel fulgor que nos proporcionaba la rara libertad de la tierra transformada en un territorio sin fronteras, un reino nuevo que desbarataba la fealdad y la rutina, que construía un mundo nuevo y fascinante, efímero, sí, como efímera es la felicidad, pero también eterno y perdurable: por eso regresa sin cesar. Por eso sigue ahí, brillando como entonces.

No sólo siento aquella emoción, sino que reproduzco en mi cabeza el silencio, bajo el aire metálico y frío. El silencio blanco, en efecto. Una de las peores sensaciones de la edad adulta, y más de este tiempo, es la persistencia del ruido a nuestro alrededor. Un ruido ensordecedor, que, sin embargo, parece formar parte del entretenimiento. El paisaje ruidoso pretende ser el reflejo del atareado y bullicioso mundo contemporáneo, en el que la lentitud es tenida por vicio o por pereza: algo, en cualquier caso, despreciable a los ojos de tantos promotores del vértigo.

La aceleración del mundo produce ese espantoso ruido, esa ferocidad estentórea de los engranajes que tejen y destejen las vidas de la gente, los engranajes que salvajemente nos manejan. Quizás ahora, si el regreso al campo que anuncian los sociólogos fuera verdad y no propaganda (o si fuera posible), ese silencio primigenio se recuperaría, y nosotros descubríamos de pronto que hay sonidos que hemos dejado de escuchar. Palabras sutiles que no llegan a los tímpanos torturados, porque siempre hay un griterío ahí fuera que todo lo borra y todo lo destruye. Y puede que sufriéramos al perder el estruendo de las esferas que giran en el firmamento de la actualidad, la música celestial que nos acuna y nos mantiene falsamente adormecidos, y que a cambio de envolvernos en la confusión y el caos nos evita la herida profunda de la verdad.

Pero la nieve ha vuelto. En medio de esta gran tragedia mundial que se suma a otras en marcha, en medio de todo este ruido que quiere alimentar lo cotidiano. Parece haber un acuerdo no escrito para capear la incertidumbre: no pensar, no desplegar el pensamiento crítico, no buscar los matices. El paisaje no es ahora plácidamente ondulado, como en las nevadas de la niñez, sino que, a través de las pantallas iluminadas, se muestra laberíntico y confuso, contradictorio, deshumanizado y tantas veces mezquino. Aunque es verdad que en aquellos días del confinamiento se volvió a escuchar en las calles de las ciudades el canto de los pájaros, pronto el vertido torrencial de los datos, la lluvia de cifras, la letanía interminable que describía la realidad como un rezo oscuro, se apoderó de las estancias, se introdujo en nuestros cráneos, colonizó el incipiente silencio y nos pobló de nuevo de ese ruido feroz que consumimos denodadamente, como el adicto que ya no puede soportar su ausencia. Ese es el alimento del presente.

Te preguntas cómo en este mundo tan distinto, tan domesticado, la nieve que nos hizo felices tiene aún un lugar. Te preguntas si sería posible regresar a aquellas sensaciones, o si tan sólo es un regalo de la memoria, un estallido, una exposición que viene del pasado, del ‘big bang’ que creó nuestro universo personal.

Ese eco silencioso que rezumaba afecto y alegría nos parece hoy un mundo perdido. No sólo por los que han muerto, que son muchos, sino porque el mundo se reescribe hoy con otros elementos menos pasionales, mientras los algoritmos sacuden el paisaje de nuestras vidas: somos apenas números en la gran sopa cibernética. Incluso en estos días de gran desolación, en el que los cementerios se han llenado de tantos seres humanos que hicieron tanto con tanto dolor, que jamás escatimaron un esfuerzo para plantar el árbol frondoso de nuestra alegría, el ruido no deja de aumentar ahí fuera. Todo se ha vuelto feo y triste, y por eso, en medio de la decepción y la perplejidad que me produce este mundo de hoy, contemplo la misma nevada de la infancia, una y otra vez: contemplo el territorio liberado, la suavidad de los contornos, el aire perfecto, el blanco silencio. Y sé que ese es el lugar en el que quiero vivir.
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