La levedad del ser

25/06/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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La conocí la primavera pasada. Yo tomaba el aperitivo de media mañana acariciado por un sol agradable que comenzaba a ponerse insolente. Desvié la atención de la espuma de mi cafépara verla acercarse. Caminaba cogida al brazo de un señor más joven que ella. Su inusual estatura, su media melena rubia y un peinado natural pero favorecedor. Usaba ropa de calidad aunque demasiado clásica. Una blusa fresca y una falda de un largo excesivo incluso para sus largas piernas. Calzado cómodo. Se sentaron en la mesa de al lado, el caballero me daba la espalda y ella justo enfrente. Acomodados ambos, enseguida les sirvieron cafés con leche, churros y aella también le trajeron una revista de la casa. Estuvo entretenida con la revista hasta que el acompañante le sugirió que se tomase el café. Antes de echar el azúcar levantó la mirada y me sonrió tímidamente. Le devolví el saludo y entre sorbo y sorbo nuestras miradas se cruzaron varias veces.

Sus ojos eran azules, claros. Inusualmente transparentes. De vez en cuando se perdía en sus recuerdos y cuando regresaba volvía a mirarme y me regalaba otra sonrisa. Empecé a mirar un poco más allá de sus ojos. Su mirada era mitad triste mitad despreocupada. Sólo cuando me miraba se le iluminaban los ojos y entonces sonreía. Calculé que tendría 80 años y que el acompañante sería su hijo. La acompañaba sin demasiado entusiasmo, apenas hablaba con ella pero sí. hacía repetidas llamadas en las que subía el tono de voz e incluso llegaba a ponerse en pie y gesticulaba, para recalcar el interés de la conversación. Me la podía imaginar culta, ávida lectora de novelas. Con aquellos dedos tan largos también podría ser pianista e incluso me atreví a adivinar su nombre. Podía llamarse Elena.

En uno de sus aspavientos él la vio sonreír y se giró hacia mi y al acabar la cháchara entablamos conversación. Enseguida me resumió la situación: era su madre, se llamaba Carmen y le daba mucha guerra. Le extraviaba cosas, le estropeaba la lavadora y tocaba todos los botones del mando de la tele hasta lograr que no funcionase. Yo, al contrario, la veía tranquila, sin duda repasando momentos felices de su vida o escrutando las tonalidades de azul que usaría para pintar sus temas marinos. «Pintaba muy bien», me dijo su hijo, no sé dónde tiene los pinceles ni el caballete, pero aún tiene algún cuadro por casa. A veces cruzaba sensualmente las piernas como seguramente hacía de joven para seducir a los muchachos, pero enseguida se sentía incómoda y volvía a la postura natural.

Vi en sus ojos capítulos de su juventud, de días de desamor y de otros de dejarse acariciar y querer por los elegidos. Seguro que tuvo una juventud feliz. Ahora quedaba poco de todo aquello. Yo veía soledad, desánimo, desencanto. Era consciente que lo mejor de la vida había pasado yapenas se consolaba conrecordar las olas de su mar de Coruña, el amor de su marido y los juegos y caricias con su niño. La demencia senil e incluso el Alzheimer asomaban a sus ojos transparentes. Volví a mirarla y me devolvió la mirada y la sonrisa. No hacía falta una larga explicación, su mirada lo decía todo. ¿Quién eres? Me preguntó. Como escribió nuestro admirado poeta, Antonio Pereira. «algún día te diré porquélloré aquella noche, aunque, qué no sabrás tu de mis ojos».

Apolinar Suárez es trabajador de la minería jubilado y vecino de Ponferrada
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