La judía

Por José Javier Carrasco

José Javier Carrasco
27/08/2022
 Actualizado a 27/08/2022
| Mauricio Peña
| Mauricio Peña
En la soledad del taller evoca su rostro, la serena placidez de su sonrisa que intenta trasladar, sin estar convencido de lograrlo, a la piedra. Solo la vio una vez, sosteniendo a un niño de pecho, asomada, al atardecer, a una ventana. Esa noche, en una calleja angosta, por una imprudencia suya, se desbocó el caballo de un hombre que abandonaba una mancebía. El desconocido cayó al suelo, donde quedó tendido, inmóvil. Cuando intentó ayudarle, el otro expiró. Antes, unos ojos velados por el resplandor plateado de la muerte se posaron un momento en su mirada, reprochándole el descuido. Ladró un perro, sintió miedo y, como una sombra, abandonó aquel lugar. Al amanecer, dejaba la ciudad (apenas llevaba un mes en ella, llamado para esculpir la talla de una Virgen). Llegó a una nueva ciudad que le pareció igual a otras muchas. Después de unos días, se acercó a la logia de los canteros. Logró que uno de los maestros intercediera por él ante el obispo, y también allí le encargaron el mismo trabajo, otra Virgen, esta vez acompañada de su hijo. A menudo, mientras golpea la piedra con el cincel, la imagina a su lado, sonriéndole, los dos desnudos en una cama. El sonido familiar del trabajo de los canteros y el chirrido de las poleas de las grúas, que recordaba la queja de una criatura herida, le devuelven, entonces, lentamente, a la realidad.

Una mañana que paseaba por el mercado le llamó la atención una muchacha acompañada por un niño. Tenía un cierto parecido con aquella desconocida de la ventana. Les siguió, parapetándose en la gente que iba de un puesto a otro atraída por los gritos de los vendedores, que no se cansaban de reclamar la atención de cuantos pasaban. Se detuvieron delante de un juglar y se colocaron en primera fila. La muchacha y el niño sonreían divertidos por las piruetas del saltimbanqui con una expresión de cautivadora sencillez. El chiquillo estudiaba la escena sin perder detalle: las volteretas del juglar, el sonido de los cascabeles colgados del colorido ropaje, las muecas de asombro de los que se encontraban a su alrededor. Todo contribuía a que una sonrisa de ángel resplandeciera en su rostro ingenuo. Pensó utilizarla para la figura del Niño Jesús en brazos de la Virgen de la imagen que esculpía. De pronto, la muchacha tiró del brazo de su acompañante sacándole de su estado de arrobo. El niño miró sorprendido a la que debía ser su hermana y la expresión de su cara cambió. Salieron del racimo apiñado de gente como si hubieran perdido todo interés por la historia que relataba el juglar; el semblante de ambos era repentinamente serio y avanzaron decididos cuesta abajo, sin detenerse, sorteando a los que salían a su paso para no tropezar, hasta perderse de vista. Alguien se colocó a su espalda. Un olor acre, a cerrado, le invadió. Poco después le susurraba al oído una voz aflautada: «Son dos hermanos judíos». Se volvió sorprendido. Quien le hablaba era un jorobado desdentado. «He visto como les mirabas. Si te interesa, sé dónde viven y puedo llevarte hasta ellos», añadió.

Escuchaba sin prestar atención a la cantinela que escapaba de su maloliente boca, a las advertencias que le hizo sobre los peligros a los que se exponía: los judíos no dudaron en pedir a Pilatos que crucificara al Mesías; eran una raza maldita desde entonces, formada solo por usureros y prostitutas... Cruzaron un puente y llegaron a la barriada que constituía la judería. Poco después, se detuvo ante una puerta y alargó la mano esperando las monedas prometidas. Las contó codicioso. A continuación, se dio la vuelta dejándolo solo. Llamó a la puerta. Ella al verle no dijo nada, se limitó a indicar con un gesto el interior de la casa, haciéndose a un lado. De cerca el parecido con la mujer de la ventana era aún mayor. Aquella muchacha judía resultaba un calco exacto de la otra. Se preguntó si no estaría soñando. Oyó la voz de una anciana que la apuró desde dentro: «Rebeca, si no quiere pasar que se vaya. Ya volverá sobre sus pasos». Ella entonces cerró la puerta y desapareció. Solo deseaba dibujar al niño, aunque ahora sabía que no podría resistirse a hacer buenas las palabras de la anciana.

El día de Santa Ana terminó la escultura. Se despidió de los canteros que habían acudido a ver la imagen acabada. Una vez solo, se adentró indeciso en unas calles casi vacías, tratando de aplazar lo inevitable, mientras el sol declinaba tiñendo todo con el tono carmesí del crepúsculo. Permaneció en el interior de una iglesia, en lucha consigo mismo hasta que anocheció, debatiéndose en un combate que desde el principio daba por perdido. Salió fuera de las murallas. Cruzó el puente sobre unas aguas medio estancadas de las que se elevaba el croar monótono, ajeno, de las ranas. Serpenteó desorientado por el laberinto de la judería hasta terminar ante su puerta. Entonces llamó de nuevo. Permaneció una hora con ella, explorando con calma aquel cuerpo receloso y dócil durante largo tiempo soñado. Al volver, alguien le esperaba en el puente. Reconoció al jorobado y tuvo un mal presentimiento. Le sonrió con su boca desdentada. En la mano sostenía un puñal que la luz de la luna hacía parecer una lengua obscena de quimera. «Dame tu bolsa», pidió arrastrando las palabras. Intentó desasirse del brazo con el que le sujetaba. Sin esforzarse, con maestría, hundió el puñal en su vientre y allí lo mantuvo unos instantes. Por fin, le soltó y buscó la bolsa. Cuando la encontró, escapó corriendo. Acertó a dar unos pasos detrás de él antes de caer al suelo. Logró ponerse en pie y dirigirse a la ciudad, perseguido por el croar de las ranas. Llegó al taller, la Virgen y el niño parecían esperarle sin dejar de sonreír, como los dos hermanos en el mercado. Solo era otro juglar más que se tambaleaba ante unos ojos vacíos de piedra.

Basado en la fotografía del artículo de ‘Trazos’ titulado ‘Andrés Seoane o la replica de la Virgen Blanca’ aparecido en LNC el 27 de mayo de 2020.
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