30/10/2019
 Actualizado a 30/10/2019
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Me hubiera gustado expresar el título en francés: ‘A la belle étoile’ que resulta más poético y menos áspero. Pero sigamos: Alguna vez, extraviado por el monte, se me hizo de noche y vagando a la intemperie, sin sentido, me invadía la inquietud. Entonces, cuando estabas a punto de rendirte, creías, o imaginabas, una tenue luz entre los árboles que te confortaba, por la presencia humana, y te restituía al presente. Una casa, un pueblo, una ciudad.

En otoño, la oscuridad vence a la luz e invade nuestra existencia, algo más allá de lo puramente físico. Desde siempre, desde los tiempos más remotos, el hombre ha sentido la inquietud de que todo se acababa. Sobre todo el tiempo. La vida se ralentiza y el sol es, cada vez más débil y más ausente. Es transitorio, nos decimos, pero algún día la primavera no volverá y el frío imprimirá en nuestro rostro una sonrisa mortal.

Los bichejos se esconden bajo tierra para pasar el invierno y a la espera. ¡Qué interés –se dicen– tienen estas tardes si no es para dormir! Tardes de sueño y silencio. Acaso algún rumor de los árboles estremecidos. Los pudorosos chopos en el plantío intentan vanamente mantener su dorada y efímera, vestidura antes de mostrar su raquítica desnudez. La tierra se endurece y las yerbas se engalanan con la escarcha. En los pueblos los hombres languidecen y, recordando las pérdidas sufridas, evocan a los muertos. Ellos son los últimos bastiones y la muerte se apresura. Las casas están huecas y el humo no pasa por las chimeneas. Calientan sus huesos al abrigo del viento, junto al tapial, que devuelve el calorín que guarda el barro. Viven de regalo, porque hasta la muerte parece haberlos olvidado. A las afueras del pueblo, el camposanto, donde las ilusiones ya reposan, y aguardan. Saben que, con ellos, el pueblo morirá. Todo está hecho, hablado, vivido y olvidado. ¿Habrá valido la pena –se preguntan– tanto esfuerzo? Y finalmente, ya lo dijo un poeta, que no es de mis preferidos: «Dios mío, qué solos se quedan los muertos» (G.A. Becquer). Y en algunos lugares de Valladolid se representará un viaje a los infiernos: ‘Don Juan Tenorio’, de Zorrilla. Otro poeta del Romanticismo, con mejor suerte que el sevillano.
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